Victoria de los Ángeles, un siglo de la «Prima Donna modesta»
Con escaso eco en España, acaba de conmemorarse el primer centenario de la soprano barcelonesa, una de las más excelsas y reconocidas artistas españolas de todo el siglo XX, en el mundo
«La Prima Donna modesta», «La soprano dulce». Estos fueron algunos de los títulos que los audaces publicistas de la época emplearon para dar lustre a las portadas de un par entre los innumerables discos en los que apareció Victoria de los Ángeles, posiblemente la soprano española más importante del siglo XX.
Al recuperar ahora las carátulas originales de aquellos LP aparecidos tempranamente en el mercado anglosajón (The Modest Prima Donna, The sweetheart soprano), lo primero que llama la atención son precisamente los adjetivos elegidos. Y no porque la cantante barcelonesa no cumpliese a rajatabla aquello que un coterráneo suyo, el tenor Emilio Vendrell, apuntara en su delicioso prontuario sobre el canto: «El arte no pretende sabios, tan solo quiere artistas con sensibilidad y dulzura», si no porque, señalándolos de tal modo, parecería concederse a estos atributos, vinculados a una primera figura de la lírica, la cualidad de excepcionales.
¿Quizá, entonces, tuviera razón Maria Callas cuando llegó a afirmar que en aquella ciénaga por la que pasaba el Metropolitan neoyorquino de sus días gloriosos «la única flor era Victoria de los Ángeles»…? Pienso en ello cuando esta misma semana, en un cenáculo privado de profesionales del audiovisual, se le atizaba sin piedad a Maribel Verdú (lógicamente ausente en este inmoderado concurso de vituperios), actriz con una estupenda carrera a sus espaldas, solo por haber aceptado recientemente el encargo de participar en la serie con mayor número de visualizaciones entre las de Netflix, Élite, esa que narra las andanzas sexuales de un grupo de estudiantes acomodados.
Definitivamente, este mundo es un asco, como se supone que reflejaron las últimas palabras de la artista catalana en su lecho de muerte. Pero por suerte, para mitigar precisamente sus iniquidades y desvaríos aparecen de vez en cuando seres dotados de un aura especial en contacto con los cuales nos es dado intuir la posibilidad de esa bondad que, como proclamaba Bacon, «de todas las virtudes y honores es la más distintiva de la divinidad». De los Ángeles poseía seguramente ese raro don, o más bien lo posee, porque a través de su inmortal legado fonográfico aún podemos percibirlo, gracias, cómo no, a la música.
Una Mimì para la historia
No desvelo aquí ninguna primicia, puesto que ella misma, en sus escasas entrevistas, ya se encargaba de asegurarlo, al decir que su mayor encarnación fue la Mimì protagonista de La Bohème pucciniana. Sí, imposible no apreciar también la Butterfly, su singular Carmen, la Elisabeth que abrió para ella la cancela sagrada del mejor Bayreuth, su exquisita Manon o la madura Melisande…
Pero acúdase, sin más demora, a la grabación que nos dejó de la costurera en absoluta plenitud, 1956, cuando ya era una máxima estrella internacional requerida por los principales teatros del mundo, bajo la batuta experta de sir Thomas Beecham (un hito posiblemente insuperable, al que quizá solo se aproximaría, años más tarde, el equipo formado por Herbert von Karajan, Mirella Freni y Luciano Pavarotti).
También lo afirmó la soprano: entre sus compañeros con ninguno se sintió nunca más a gusto que con Jussi Bjoerling (y actuó con casi todos los verdaderamente grandes). Más allá de las innegables afinidades interpretativas, quizá se diese entre ellos esa suerte de corriente subterránea de mutua simpatía que a menudo se establece entre quienes se reconocen al momento como espíritus torturados. El alcoholizado tenor sueco, prematuramente desaparecido, lo era. Y llegaría a serlo, también, la cantante de mirada melancólica que en aquel registro legendario transmitió como nadie los distintos estados de ánimo de aquella humilde joven, entre el éxtasis amoroso y la pena más lacerante.
Sus éxitos públicos apenas ocultaban las sevicias de un matrimonio fallido, fatalmente incrementadas por otras desgracias familiares que si no empañaron su arte (tampoco su proverbial amabilidad), sí lo tiñeron con el velo de una serena tristeza. Podría decirse, como de otros tantos artistas, que solo le fue dado intuir la felicidad cuando cantaba, únicamente al convertirse en otras personas distintas, y esa alegría también supo transmitírnosla con sencillez y espontaneidad. Como evoca esta Mimì. Su canto apenas parece requerir esfuerzo alguno, como si el milagro se obrase aquí del modo más natural. Pero entre todas las cosas, prevalece esa emoción en la que se sustenta el genuino arte lírico.
Imposible, salvo para el más zote, no conmoverse al escuchar su «racconto» del primer acto en la mísera buhardilla del poeta Rodolfo, ese instante en el cual su voz se expande luminosa como los rayos solares al expresar la íntima felicidad del reencuentro con el astro descrito en como «el primer beso de abril». Y luego al fundirse con el timbre privilegiado de Bjoerling, nobleza suprema de la expresión, en la inmediata declaración de amor que unirá a los amantes en el suspiro que dura la pasión, adquiriendo ese tono de exquisita dulzura que proclama la verdad imposible de fingir.
La poesía como guía para formarse en el canto
¿Cuál era su secreto? Quizá se hallase en este consejo que transmitía siempre a los cantantes más jóvenes. Nada de detalles técnicos, siempre imprescindibles: ella les prescribía algo en lo que muy pocos inciden como base de toda su preparación, el contacto frecuente con los frutos de la mejor poesía. Sabía que el cantante intuitivo, el auténtico cantante músico que puede interpretarlo todo, la transparencia de un lied de Schubert o los pasajes más intrincados de Schönberg, precisa, para alimentar la imaginación con la que enriquecerá su paleta de colores, perseverar siempre en la búsqueda del significado oculto tras la palabra, su sustrato simbólico.
Y además poseía, en grado sumo, alma. Porque como expresaba Emilio Vendrell en su obra citada, El Canto (publicada en 1955), refiriéndose a las cualidades que deben adornar a un buen cantante, «si Dios no le ha dotado de espíritu sensible y exquisito, no conseguirá nunca la expresión, la flexibilidad que el bel canto necesita para emocionar, ni logrará aquella inspiración creadora que da personalidad y que haría geniales sus interpretaciones».
En esta semana en la que, sobre todo a través de las redes, se ha recordado con cientos de testimonios laudatorios el centenario de esta excelsa artista, me ha sorprendido el profundo cariño con el que se la recuerda aún en Argentina, basado en el extraordinario periodo de sus numerosas colaboraciones en el Colón de Buenos Aires, el gran teatro de Latinoamérica, donde actuó con genios como Sesto Bruscantini, Luigi Alva, Fritz Uhl, Christa Ludwig, Eugene Conley…
En el magnífico libro que Enzo Valenti Ferro dedica a las voces que pasaron por ese país, durante épocas más gloriosas, se glosan sus numerosas actuaciones a partir de su debut allí, en 1952, con la Manon de Massenet. «Arte hecho de discreción y sinceridad (…) nada más opuesto a él que la sofisticación, que es el abismo en el que caen inexorablemente las naturalezas artísticas poco cultivadas (…) Victoria de los Ángeles logra de cada personaje una plasmación vocal y escénica que los arranca de la ficción y los convierte en seres reales».
Una función en el Metropolitan
Contrasta un poco este entusiasmo porteño con el silencio espeso de los principales medios españoles, principalmente de los grandes teatros, al alcanzarse el primer siglo de una de las artistas españolas de mayor proyección en todo el mundo, durante el agitado siglo XX. El olvido de los coliseos nacionales resulta aún más descorazonador. Que el Real no le haya consagrado el más mínimo homenaje precisamente estos días, mientras el Metropolitan neoyorquino, al menos, se ha acordado de ella dedicándole ahora una de sus representaciones, sorprende dada su insistencia en proclamarse como «el mejor del mundo». El teatro que aspire a situarse entre los más destacados no puede hacerlo si ignora de este modo a los más importantes artistas nacionales, que han sido aclamados en todos los centros musicales de referencia internacional.
La que fuera su antigua casa del Liceo barcelonés, el lugar donde ofreció más funciones junto al Metropolitan neoyorquino (por encima de las doscientas), se dispone a acoger, el próximo martes, un concierto conmemorativo en su sala principal. La convocatoria parece bastante modesta. Si lo que se pretendía era evocar esta cualidad de la artista, desde luego lo han logrado. No se ha conseguido traer, al menos, a una parte fundamental de las grandes estrellas de hoy, que sin duda deberían actuar en esta cita. Ni siquiera a las españolas ni a quienes aún viven, entre las del pasado, para que al menos su presencia sirviera como recuerdo de aquellos tiempos en los cuales Victoria de los Ángeles llegó a ser «Victoria, como Claudia Muzio fue simplemente Claudia, Lili Pons, Lili, y Ninon Vallin, Ninon», según el crítico argentino Ricardo Turró. Domingo y Carreras, ya saben lo que les aguarda.