Antigua taberna El Gallo en María Cristina

Antigua taberna El Gallo en María CristinaM. Estévez

Entre gallos

Había mucha afición a las peleas de gallos y se dirimían fuertes apuestas entre los asistentes

En aquellos años cincuenta del siglo XX había gente que iba hasta la estación, en la zona de mercancías más alejada, para comprar el gallo, la gallina o el pavo de Navidad. Eran esos días señalados en los que en la mayoría de las casas populares se hacía un esfuerzo para poder comer carne, y la más habitual entonces era la de chivo, la que más abundaba en los puestos de la Plaza Grande. Pero había personas que querían dar un paso más en el tema culinario, y por ello apareció, junto al pavo y la gallina, la figura del gallo, con su cresta y todo. Solía darse en contadas familias que, eso así, a la hora de hablar de las comidas de Navidad siempre aireaban como un orgullo que «habían comido gallo».

Pero comprar en la estación, fuera de los puestos habituales de venta autorizados en la ciudad, tenía una particularidad: todo el que compraba un animal para su consumo debía pagar una tasa que se distinguía por un plomillo que colgaban en el cuello al animal. Costaba en torno a una peseta, pero hay que tener en cuenta que un trabajador de los cotizados entonces lo mismo ganaba treinta diarias de sueldo. Para controlar esas compras y que todos pagasen religiosamente estaba la casilla del Fielato, aún hoy en pie en el cruce de las avenidas de Cervantes y América.

Edificio en pie del antiguo Fielato de la estación (1972)

Edificio en pie del antiguo Fielato de la estación (1972)

En ese mismo sitio, enfrente de la estación y haciendo esquina con la avenida de Cervantes, estaba el bar Dos Avenidas. Allí trabaja un conocido, el agradable barman Simón Rodríguez, gran aficionado a los caballos. Nos comentó en más de una ocasión el cómico espectáculo que acaecía esos días donde muchos de los sencillos ciudadanos que habían acudido a la estación para comprar un gallo, pavo, o cualquier otro animal, remoloneaban o daban una y mil vueltas para tratar de eludir aquella dichosa casilla del Fielato. Otros, más osados, los escondían en canastos bien cubiertos, o incluso debajo del abrigo, rezando porque el animal no se moviese demasiado.

Todavía recordamos con una sonrisa lo que nos contaron que le pasó a un tío de mi mujer, Antonio Gutiérrez Gómez, el simpático Antoñito, panadero de la Intendencia Militar y vecino de la calle María Auxiliadora. En 1953 fue a comprar un pavo y su sana intención era pasar por el correspondiente Fielato. Pero el animal no dio lugar a ello, pues al cruzar desde la estación en dirección a la casilla sacó fuerzas de flaqueza y salió corriendo a toda velocidad por la acera donde estaba el bar Casa Eduardo, en dirección al Hospital de la Purísima, enfrente de los Almacenes Miloga. Finalmente, el puñetero pavo, con Antoñito como loco detrás corriendo, se paró en el Hotel Montes, e hizo sus necesidades, que parece ser era lo que lo tenía alborotado. Jadeando por el esfuerzo, Antoñito cogió al animal y se lo llevó para su casa. Su familia, que era muy legal, quería que volviese para pagar el dichoso plomillo, pero él pensaría, con razón, que ya había tenido más que suficiente.

Una vez que se llegaba a casa con la compra del animal, con más o menos peripecias, la ceremonia empezaba al mediodía. Allí, por lo general, una vecina mañosa se ofrecía para matarlo. Todavía recuerdo que haciendo un corte profundo en la cresta de los gallos se obtenía una buena porción de sangre que, frita con cebolla y una fritada de patatas, era la comida obligada del almuerzo de aquellos felices días 24 de diciembre. Luego, por la noche, en la cena de Nochebuena, se solía poner el gallo en pepitoria, un plato que distinguía y hacía feliz a cualquier familia modesta.

Hoy modernamente todo se ha simplificado, y donde antes se decía gallo, hoy se dice pollo, que suena más fino, y su forma de guisarlo ha proliferado tanto como los políticos, ya que existe el pollo canario, el pollo al chilindrón, el pollo asado, el pollo a lo pobre, el pollo al limón y muchas otras formas más de prepararlo.

Los gallos de pelea

Aparte de la Navidad, la figura del gallo también tuvo un especial protagonismo en Córdoba como actor obligado en aquellas peleas que tenían lugar en el 'Riñiero', cerca de la plaza de Capuchinos, en la casa que hay junto al poema de Mario López.

Aquello era un pequeño redondel donde los gallos de pelea arremetían con fiereza unos contra otros. Ramón Ruiz 'El Pellejero' era el que organizaba aquellos eventos, pasando por Paco Arenas, Pizarro, Pinturas o el padre de los artistas Valverde Luján. Había mucha afición a estas peleas de gallos y se dirimían fuertes apuestas entre los asistentes, que eran de muy variada procedencia: bastantes agricultores, taberneros, comerciantes, gente del toro, e incluso personalidades de alto nivel a las que les gustaba ese mundo de las apuestas.

En una ocasión se presentó por allí un cabo de la Guardia Civil, nada menos que el famoso y temido cabo Mauleón, el cabo de la Magdalena. Al verlo entrar, todo el mundo, hasta los gallos, se pusieron firmes. Pero al comprobar el cabo que entre los espectadores estaba nada menos que un alto militar de la plaza enseguida quitó hierro al asunto, y se limitó a decirle al que hacía de encargado en un pequeño ambigú que sólo había acudido allí en busca de un sujeto que había vendido incienso falso a don Marcelino Novo, el padre del párroco de San Lorenzo, entonces recién llegado a nuestra ciudad. Esto lo sabemos porque nos lo dijo Manuel Serrano Ramírez, de la calle Cristo, que era quien precisamente estaba ese día a cargo del pequeño ambigú.

Por cierto, hablando del cabo Mauleón, tenemos que decir que prestaba servicio y vivía en el desaparecido cuartel de la Guardia Civil que ocupaba prácticamente todo el ancho de la calle Historiador Domínguez Ortiz (antes Martínez Anido), en el barrio de la Magdalena, junto al Cerro de la Golondrina. El cuartel era de una extensión importante, porque además de las dependencias militares y familiares propias de una casa-cuartel contaba con un amplio corral, donde el cabo Mauleón tenía algo sembrado y seis o siete gallinas atendidas por un gallo. Cuentan que un día el propio cabo, con todo el respeto que imponía, se presentó en el corral para recoger los huevos de sus gallinas, y su sorpresa fue mayúscula cuando sólo se encontró al gallo con un letrero colgado al cuello que decía: «Siempre llegas a punto, pero hoy has llegado tarde a recoger los huevos. Ya no tendrás huevos fritos, ni más tortillas, pues uno más listo que tú se ha llevado tus gallinas». No tenemos constancia de que pillara al autor del robo, porque si no, lo pasaría francamente mal.

La bodega El Gallo

Hablando de gallos, tenemos que citar también los viejos papeles que nos cuentan cómo en 1863 los vecinos de Castro del Río Rafael Navajas y Dolores Marqués se hacían con la casa número 27 de la entonces llamada plaza de la Constitución (Corredera). Allí pusieron en funcionamiento una taberna que, con el paso del tiempo, se convertiría en la histórica taberna El Gallo.

Este matrimonio no tuvo descendencia, pues la única hija, de nombre Rosario, se les murió con apenas tres años de edad en 1842. Por eso, al quedar viudo, Rafael Navajas vendió en 1881 la taberna a José Anchelerga Diéguez, perteneciente a una familia que tenía negocios en el ramo de vinos y hostelería, como un restaurante en la céntrica calle San Álvaro. Fue probablemente José Anchelerga el que le puso el nombre de El Gallo a la taberna por su gran afición a los gallos de pelea.

José Anchelerga falleció en 1899, quedando el establecimiento en manos de su viuda, Dolores Morales. Contrató a un criado o mozo, Enrique Alijo Salinas, el cual, con el tiempo, y después de su casamiento con Teresa González Cuevas, se haría con la taberna, aún en la plaza de la Corredera.

En 1907 ya se puede observar cómo los documentos oficiales registran a Enrique Alijo Salinas (1870-1911) como industrial, nombre con el que se identificaba a los taberneros. Pero Enrique muere joven con apenas 41 años, y de nuevo es una esposa viuda, en este caso la citada Teresa González, quien tendrá que hacerse cargo de la taberna en 1911.

El gran impulso lo dará el hijo Francisco Alijo González (1902-1976), que pronto se pondrá a la cabeza del negocio para ayudar a su madre. En el año 1920 la familia abre la taberna de la calle Duque de Hornachuelos y en 1926 inauguran otra en la calle Almonas (Gutiérrez de los Ríos). En 1936 la taberna de Duque de Hornachuelos se traslada definitivamente a la calle María Cristina, la última taberna El Gallo que hemos conocido.

Muchos años antes, recién empezado el siglo XX, Francisco Alijo Carmona (1831-1915), el padre de Enrique Alijo Salinas, de profesión albardonero y con domicilio en calle San Pablo, se había trasladado a vivir a la calle Zarco, y quizás por la cercanía al nuevo domicilio indujo a su familia a que adquiriese una casa en la calle Buen Suceso, donde establecieron la bodega también llamada El Gallo, para surtir de vino a sus tabernas y al público en general. Esta bodega, después de algunos altos y bajos que hicieron temer por su continuidad, afortunadamente sigue existiendo en ese mismo sitio. Tenemos que decir que la histórica puerta claveteada de la primitiva bodega El Gallo es la que se encuentra actualmente en la puerta de la taberna La Beatilla, y que se la adquirió el tabernero por 300.000 pesetas a Isidoro Muñoz Cortés, que fue el que en su día compró el edificio de la bodega llegando a obrar el solar.

Homenaje al gallo de Platón desplumado por Diógenes

Homenaje al gallo de Platón desplumado por Diógenes

El Gallo de Morón

A la hora de citar el mundo de los gallos, no podía quedar atrás la leyenda del Gallo de Morón para dar a entender que de cacarear bastante el gallo, terminó poco menos que abandonado y en la total miseria.

Algo de eso le debió ocurrir a un personaje de Córdoba que de joven se puede decir que lo tuvo todo, e incluso destacó en el deporte de la bicicleta. Luego como empresario gobernó una importante empresa del sector de la alimentación. Pero el inapelable protocolo de la Ley de Violencia de Género, en menos que canta un gallo lo expulsó de su casa y lo puso de patitas en la calle con un viejo macuto de ropa por todo equipaje. Durante un tiempo estuvo parando en una comunidad de rumanos que lo acogieron como algo suyo. Posteriormente se marchó a un convento de frailes capuchinos de Cádiz en donde encontró acogida.

«Hoy vamos de arroz y gallo muerto»

«Hoy vamos de arroz y gallo muerto» era una expresión muy propia de principios de los sesenta, años en los que la sociedad empezaba, de forma generalizada, a progresar económicamente (quizás a raíz de aquella subida del sueldo mínimo de 1.800 pesetas) y las comidas comenzaron a ser más copiosas y variadas. Lo cierto y verdad es que cuando se hablaba de comer a lo grande, sobre todo los fines de semana, bien en familia o en grupo de amigos, se usaba esta expresión.

Uno de los primeros lugares que recordamos en donde se servían pollos en distintas versiones fue en el popular bar Casa Pelitos, una taberna en Ronda del Marrubial que en sus orígenes fue del gallego Ángel Groba (lo de los gallegos y nuestras tabernas es digno de un estudio), y que pasaría después a su hija Dina, casada con José Fernández al que apodaban El Chaquetas.

Posteriormente pasó a un tal Manuel Herrera, que a su vez se la dejaría al singular Pelitos, que la reorientó hacia el modelo de venta de pollos preparados así como otras comidas abundantes y bien servidas a unos precios populares, alcanzando justa fama en la ciudad.

Posteriormente surgió el El Frenazo, en la antigua y sinuosa carretera a Cerro Muriano, que se hizo conocido por los «Pollos del Frenazo». También en esa carretera, más cerca de Córdoba, destacó La Alegría de la Sierra.

Ya en el casco urbano, en la calle Agustín Moreno del barrio de Santiago, el amigo Barinaga se especializó en pollos al ajillo en su bar Casa Morales, que regentaba con su hermana. Pero el boom de los pollos no paraba y surgieron muchos más, como el bar Litri en la Fuensantilla, o el bar Jardín, en el Campo de la Verdad. Luego ya, para rematar, surgió el asador Kikirikí, que al igual que ocurría con Flomar en trajes y chaquetas, evitó a muchos tener que desplazarse a determinados sitios para poder comer un buen pollo.

Una Misa del Gallo peculiar

Ya para terminar con los gallos quisiera hablar de una anécdota en la Misa del Gallo en San Lorenzo de 1954, cuando aún no había llegado el cambio litúrgico del Vaticano II y asistir a esa misa, tras las candelas en los patios de vecinos, era todo un rito sagrado lleno de símbolos y también de alegría por el Nacimiento del Salvador. Tras acabar la misa, mi vecino Mariano Páez Rodríguez se acercó al cura Novo, recién llegado a la parroquia desde su Cantabria natal y le dijo: »Padre, cuando se ha pasado la bandeja pidiendo banca por banca podría haber puesto usted también a alguien que de paso nos hubiera ido ofreciendo una copita de anís o coñac y un pestiño en señal de paz y armonía". No hace falta imaginar el semblante y el choque cultural que aquello le produjo al cura Novo, todo tan diferente de su seria tierra natal del norte de España.

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