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Antonio Pérez Henares
Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Adosinda, nieta y guardiana del linaje de Don Pelayo

Dicen las crónicas que era hermosa y los hechos, que decidida y valiente. Sería ella quien, a la postre, lograría preservar la estirpe de Pelayo

Actualizada 04:30

Retrato imaginario de Adosinda

Retrato imaginario de AdosindaMuseo del Prado

El linaje de Pelayo no se mantuvo en el reino de Asturias a través de varones, sino de mujeres. El caudillo que consiguió derrotar por primera vez a los musulmanes en España y expulsarlos al otro lado de las montañas Cantábricas –las murallas de Dios, como las llama la novelista Isabel San Sebastián– tuvo un hijo, Favila, que le sucedió en el trono, pero fue su hija Emersinda quien, a la postre, le daría continuidad, al morir el joven rey bajo las garras de un oso y no llegarnos ni siquiera el nombre de los dos hijos que, al parecer, tuvo.

La capital astur, Cangas de Onís, se había mantenido en el corazón de su refugio, el Auseba, donde se abría la cueva mítica de Covadonga. A Favila aún le dio tiempo de levantar allí una iglesia, la de Santa Cruz, que albergó la de madera con la que Pelayo fue al combate y poco más.

Don Pelayo por Ferrer-Dalmau

Don Pelayo por Ferrer-Dalmau

En Cangas, y para sucederle –la corona no era entonces hereditaria–, los astures eligieron como rey a Alfonso, un hijo del duque Pedro de Cantabria, quien desde el inicio se había unido a la rebelión y estaba casado con la hija de Pelayo, Emersinda. Esto supuso aunar voluntades, unificar territorio y preservar el linaje de Pelayo.

La fusión en la corona de los dominios cántabros supuso no solo un salto en extensión, sino también una aportación de la herencia visigoda que, en el futuro, iba a proporcionar una definitiva legitimación y hacer aflorar lo que, no mucho después, se convertiría en una misión trascendental: recuperar el reino perdido, la Reconquista, como se la llamaría después.

El primero de los Alfonsos en el trono astur, que luego daría origen a los reinos de León y Castilla, fue un buen y esforzado rey que, favorecido por la rebelión bereber que convulsionó al islam, aprovechó para ampliar su reino, ocupando la actual Galicia y llegando a atacar hasta la lejana Lisboa.

Junto a su hermano Fruela, un temible guerrero, devastó los enclaves musulmanes, trasladó a multitud de cristianos a su territorio y dejó yermo el área al norte del Duero para crear un desierto que dificultara el avance de las tropas enemigas.

Fue a la muerte de Alfonso I cuando, controlado ya todo Al-Ándalus por el príncipe omeya huido de Damasco tras la matanza de toda su familia, el primer Abderramán, el reino de Asturias iba a comenzar a sufrir el terrible embate del gigante musulmán.

El rey elegido para sustituirlo fue su primogénito, Fruela, que llevaba el mismo nombre que su tío y tenía un carácter aún más violento. Al sospechar que su hermano menor, Vimaro, quien gozaba de muchas simpatías tanto entre la nobleza como entre el pueblo, conspiraba contra él, lo hizo prender y degollar.

La consecuencia de su acto fue inmediata: los partidarios de este lo degollaron a él. Fue entonces cuando entró en escena y en la historia la hermana de ambos, Adosinda; dicen las crónicas que era hermosa y los hechos, que decidida y valiente. Sería ella quien, a la postre, lograría preservar la estirpe de Pelayo.

Fruela había dejado un hijo de muy corta edad, Alfonso de nombre. E iba a ser su tía quien lograría preservar su vida y, tras múltiples vicisitudes, conseguiría hacerlo reinar, aunque ella no llegaría a verlo asentado en el trono como el muy mentado Alfonso II el Casto.

Para lograrlo, Adosinda, fracasada la opción de que fuera entronizado por su corta edad y temiendo prudentemente por su vida, envió al niño al monasterio de San Julián de Samos (Lugo), donde adquirió una importante formación intelectual y cristiana que marcaría de por vida sus acciones y proceder.

El trono astur recayó entonces en un hijo de Fruela, el hermano de Alfonso I, de nombre Aurelio, mientras que Adosinda se casó con el más importante de los nobles gallegos, llamado Silo. Con ello protegía a su sobrino y a sí misma, pues su marido, además de estar muy enamorado, según conserva la leyenda, era un hombre de gran poder. Y eso ya está en los anales: al morir Aurelio de muerte natural, fue elegido por la aristocracia como su sucesor.

El hecho de que estuviera casado con la nieta de Pelayo tuvo mucho que ver en ello. Entonces, el joven Alfonso recuperó estatus, presencia en la corte y fue asimilado al trono.

Durante nueve años, Silo y Adosinda reinaron juntos. Una de sus decisiones fue trasladar la capital a Pravia, que tenía mejores comunicaciones gracias a las antiguas calzadas romanas que se cruzaban en el lugar.

Iglesia prerrománcia de Santianes de Pravia, siglo VIII

Iglesia prerrománcia de Santianes de Pravia, siglo VIII

Su reinado fue tranquilo, sin excesivos sobresaltos por aceifas islámicas, pues, una vez más, los moros se habían enzarzado entre ellos en el sur. Su huella perdura en varios lugares y edificaciones.

Fue al fallecer el rey Silo cuando Adosinda vio llegado el momento e intentó restablecer la corona en quien consideraba el más legitimado para ser entronizado: su sobrino y bisnieto de Pelayo, Alfonso II.

Sin embargo, no contó con un hermanastro suyo, Mauregato, un hijo bastardo de Alfonso I y de una esclava musulmana, Sisalda, que se había ganado el favor de la nobleza y dio un golpe de Estado. Desposeyó a Alfonso de la corona, quien se vio obligado a huir para salvar su vida. También estuvo a punto de acabar con la de Adosinda, pero finalmente le permitió vivir, aunque la obligó a profesar como monja en la iglesia de San Juan Evangelista en Santianes (Pravia), que ella misma, junto a su esposo fallecido, había fundado y donde Silo había sido, además, enterrado.

Allí permanecería hasta el fin de sus días, siendo enterrada al lado de su marido.

El joven Alfonso había conseguido ponerse a salvo en la tierra de los vascones, de donde era originaria su madre, la reina Munia, esposa de Alfonso I. Allí fue acogido y protegido de las asechanzas de Mauregato.

Este se convertiría en un rey que pasaría a la historia como el símbolo de los llamados «reyes holgazanes», pues prefirió humillarse ante el emir cordobés y pagar onerosos y vergonzosos tributos a cambio de que le permitieran seguir en el trono.

De sus años proviene la leyenda, cargada de no poca verosimilitud, de «las cien doncellas», pues las mujeres astures y vasconas eran muy apreciadas en los harenes cordobeses por su pálida piel y sus rubios cabellos.

Mauregato se mantuvo en el trono durante seis años y, a la postre, murió en su cama. Por una mueca de la historia, sus restos acabaron reposando en el mismo templo que los de Silo y Adosinda.

Adosinda en una litografía del siglo XIX

Adosinda en una litografía del siglo XIXDominio Público

A los suyos, sin embargo, les acompañó una inscripción cuya traducción del latín proclama: «Aquí, en Pravia, yace el que fue depravado».

A la muerte de Mauregato, Alfonso no logró hacerse todavía con el trono. A aquel le sucedió el segundo de los hijos de Fruela, hermano menor del rey Aurelio, conocido como Bermudo el Diácono, quien, por su sobrenombre, no parecía muy dotado para las necesidades guerreras del momento.

Los musulmanes de Al-Ándalus ya no se conformaban solo con tributos y se lanzaron al asalto del reino astur. La primera embestida fue terrible y, al intentar oponerse a ella, Bermudo sufrió una derrota brutal. Con buen juicio, decidió que aquello no era lo suyo y abdicó.

Entonces sí, las miradas se volvieron al biznieto de Pelayo, Alfonso II el Casto, quien iba a comenzar, en el año 791, un reinado largo, sufrido, heroico y, al cabo, fructífero. Combatió sin tregua, hubo de contemplar por dos veces la destrucción y el saqueo de Oviedo, su capital, y se vio obligado a refugiarse en lo más recóndito de las montañas; pero devolvió golpe por golpe y, al final, no solo resistió, sino que fortaleció su reinado.

Fue en el transcurso de este cuando se produjo el descubrimiento de la tumba del Apóstol Santiago. Fue el Casto el primer peregrino en hacer el camino desde Oviedo hasta el lugar donde había aparecido el sepulcro y quien resolvió, junto al obispo Teodomiro, que eran los restos del Hijo del Trueno, uno de los más dilectos discípulos y, según parece, cercano pariente de Jesús de Nazaret.

Con ello se inició una ruta que, amén de esperanza, fortaleza y espiritualidad, trajo y sigue trayendo a Europa cultura, arte y hermandad. Desde luego, fue el mejor hallazgo que se pudo hacer.

Dicen las crónicas, la historia, las piedras y las leyendas que Alfonso II tuvo siempre presente, a lo largo de su, para aquel tiempo, longeva existencia, la imagen de su tía como su mayor referente y su ejemplo como la mejor guía para sus pasos.

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