Los coñojines
El precio se me antoja excesivamente elevado para unos almohadones, aunque visibilicen lo invisibilizado por el patriarcado. Y para colmo, no son originales
Años acumulo admirando e intentando seguir de cerca los avances artísticos y los diseños de la gran terapeuta y formadora feminista doña Diana Rubio. Su aspecto físico no desmerece de su obras, de ahí que sus inventos terapéuticos y formadores del feminismo rocen la perfección.
Su último hallazgo ha superado todas las expectativas, y tengo entendido que la señora doña Ursula Von der Leyen tiene previsto promocionarlo en los mercados de las naciones que conforman la Unión Europea. Se trata de los coñojines. Los hay de todos los colores y tamaños, y hasta la fecha se han ofrecido en el mercadillo de la madrileña localidad de Rivas Vaciamadrid, gobernada por el progreso, es decir, por Izquierda Unida, Podemos, PSOE y Más Madrid. Si no me ha fallado la fuente de mis informaciones, puedo adelantar, si bien con ella no he podido confirmarlo, que la médica, madre, mema y Mónica ya alegra los sillones de su humilde hogar con vistas al Parque del Buen Retiro, con vistosos y multicolores coñojines.
¿Qué se pretende con el coñojín? Según la terapeuta y formadora feminista, la respetable Diana Rubio, y la promotora del indispensable producto, Ariadna Prados, el coñojín es un cojín –manda narices–, artesano e íntimo diseñado para la visualización de la vulva, que ha sido, hasta la fecha, invisibilizada por el patriarcado. Lo que en cristiano se entiende como un almohadón con forma de vulva, muy probablemente inspirado en la que transporta en su cuerpo la genial terapeuta y diseñadora. No son baratos los coñojines. Cada coñojín se vende por 45 euros, que no es suspiro de galápago bebé ni cuesco de colibrí. Cuarenta y cinco euros, al cambio, son 9.000 pesetas, y para complementar un gran sofá o un diván corrido se necesitan, al menos, cinco coñojines, cinco visualizaciones diferentes de vulvas, una inversión de 225 euros. El precio se me antoja excesivamente elevado para unos almohadones, aunque visibilicen lo invisibilizado por el patriarcado. Y para colmo, no son originales. Se lo escribió Bernard Shaw a un escritor emergente y pelmazo que le endosó un manuscrito para que el maestro irlandés le diera su opinión. «Querido amigo: he leído con interés su manuscrito, y tengo la satisfacción de darle mi parecer. Es a un tiempo, original y bueno, si bien lo que es original no es bueno, y lo que es bueno, no es original».
En el documentadísimo libro Caza y Poder, La Encomienda de Mudela 1882/1974 del ingeniero jefe de la Encomienda don Vicente Sánchez y Sánchez-Valdepeñas (Otero Ediciones, Madrid 2005), se narra con todo lujo de datos y detalles la historia del cazadero y explotación agraria de Mudela desde que pertenece al Patrimonio Nacional. Y narra una anécdota cuyos protagonistas fueron el autor, doña Carmen Polo de Franco y doña Ramona, la esposa del General Alonso-Vega. Mientras Franco y sus invitados cazaban, doña Carmen y doña Ramona se interesaron por conocer la casa del ingeniero jefe. Don Vicente se sintió halagado por el interés de las señoras, y les abrió las puertas de su casa. En un largo sofá, y con la finalidad de alegrar el oscuro salón principal, don Vicente había adquirido –por menos de 9.000 pesetas cada unidad–, unos almohadones de diferentes colores vivos y brillantes que gustaron mucho a doña Carmen. «Son muy bonitos esos cojines», comentó la esposa del entonces jefe del Estado. Y Sánchez-Valderrama, algo nervioso y turbado, se puso muy fino, y en lugar de decir «sí, son muy alegres esos cojincitos de colores», dijo «sí, son muy alegres esos cojoncitos de colores, perdón, he querido decir, esos cojoncetes de colores». Y a las dos señoras les dio la risa.
En conclusión. Que la versión masculina de los coñojines, es decir, los cojoncitos, perdón, los cojoncetes, ya se inventaron durante el franquismo. Lo de ahora es un plagio facilón, amén de una nueva cochinada sexual y obsesiva del feminismo terapéutico. Memoria Histórica.