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Oscura claridadClara Zamora Meca

Montijo, Larsen y las enaguas de la historia

Que no, Corinna, que no, que retozar con un Rey no es nada culminante, ni esencial, ni decisivo. No habrá tinta para ti, deja de intentarlo

Actualizada 09:32

Este episodio real me lo contó un aristócrata inglés muy sofisticado que pasó una temporada en Sevilla a finales de los años 90. Le reconocía con los ojos cerrados, gracias a su deliciosa colonia de lavanda inglesa; y con los ojos abiertos, por sus exquisitas corbatas de seda La Vallière. Una tarde de otoño, paseando por los jardines del Alcázar, nos paramos a observar unos impresionantes pavos reales. Entonces fue cuando comenzó su relato.

El hijo primogénito de Napoleón III y de Eugenia de Montijo se prometió con Beatriz de la Gran Bretaña. Una tragedia en África, mientras combatía a los zulús insurreccionados contra Inglaterra, terminó con su vida, rompiendo aquel prometedor compromiso. Montijo, sin embargo, mantuvo de por vida un sincero afecto por aquella que habría sido su nuera, haciéndolo extensible con el tiempo a su hija. Beatriz se casó con Enrique de Battenberg, en contra de la voluntad de la Reina Victoria, que consideraba que este nieto del príncipe de Hesse y de la condesa de Haucke estaba desprovisto de rango suficiente.

Los Battenberg se mantuvieron en una fila muy secundaria dentro de la corte inglesa. Su residencia se fijó en un viejo castillo en la isla de Weigth. En noviembre de 1887, nació en Balmoral (Escocia) la hija de ambos: Victoria Eugenia, conocida por todos cariñosamente como Ena. Creció en aquel castillo isleño, en el que habían destinado a sus padres, en la soledad de un parque lleno de árboles centenarios, formando un carácter tímido, poco hábil en sociedad, rodeada de animales y flores.

Cuando iba a Londres, solía frecuentar las suntuosidades de Farboureugh Hill, la residencia inglesa de Eugenia de Montijo. Ésta, desde que había perdido la corona imperial, encontraba una caricia en la dulce e inocente compañía de Ena, un consuelo real, entrañable y cercano para sus últimos días. Fue así, en aquellas visitas, cuando la emperatriz concibió la atrevida idea de convertirla en reina de los españoles. ¿Por qué no? Con parecidas armas lo había conseguido ella.

El marqués de Villobar, consejero en la Embajada y protegido (y soplón) de Montijo, le comunicó el inminente viaje de Alfonso XIII a Londres, organizando, además, que la princesa fuese presentada en la Corte de Eduardo VII, con ocasión de esta visita española. Fue la propia Eugenia la que se ocupó personalmente de elegir sus vestidos, de aconsejarla sobre los gustos y el carácter del Rey Alfonso, al que ella conocía bien. Preparó a la inexperta Ena para la batalla amorosa, asegurándose de que el premio, la corona real, no se le escapara. Los hechos sucedieron tal y como los planeó.

Entre la isla de Weigth y el trono de España encontró Battenberg un giro excesivamente violento. La libertad que sentía en los gallineros del castillo Carisbroock se truncó en los enormes salones barrocos, de cortinajes espesos y tétricos retratos inmensos. Como María Antonieta, buscaba estancias al aire libre, entre amigas fieles que hablaran inglés. El fascinante destino que la emperatriz le había prometido no era como lo había imaginado. Su alma se encogía, volviéndose rígida, de ahí que la motejaran la «pava real».

Con su elegante acento inglés, aquel aristócrata hizo que esta historia sonara bellísima. Concluimos en que el precio por aparecer en un libro de Historia puede ser muy alto y que, para ello, sólo hay un requisito: hacer o ser alguien trascendente. Por entonces la rubia alemana de la que tanto se habla estos días no había entrado todavía en escena. Remato este histórico artículo dándole un consejito, al más puro estilo de la Montijo: «Que no, Corinna, que no, que retozar con un Rey no es nada culminante, ni esencial, ni decisivo. No habrá tinta para ti, deja de intentarlo».

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