Ese escritor
Este aristócrata de la pluma es ya historia viva de la literatura, qué duda cabe, pero eso no significa que nos guste a todos su legado
Dicen que para probar la verdad de algo hay que ponerlo en la cuerda floja. Eso es exactamente lo que pretendo hacer hoy. Un callejeo refinado es el paisaje de fondo. No se sorprendan si terminan la lectura sin despejar la incógnita; aunque reconozco, con mirada de reojo, que confío en que más de uno acierte a ponerle nombre al individuo que inspira este texto.
Mi protagonista es uno de los escritores españoles vivos más populares, el más reconocido por el gran público, al que él desprecia abiertamente. Su estilo literario es agrio, soez, frío, punzante. La norma habitual de sus escritos es la soberbia más radical. Este señor debe escribir encima de la pila de sus millones de libros vendidos, con una pluma de oro y diamantes, mientras mira hacia abajo a sus gatos y perros, que gimen porque nadie les ha acariciado en los últimos veinticinco años. Forma parte de ese grupo de personas que carecen de autocrítica. Al destaparse el rancio esenciero, un acre perfume lanza sus efluvios.
Escribe también en prensa. No suelo leer sus artículos, porque siempre acabo con una sensación desagradable, trate el tema que trate. No me refiero a los aspectos meramente técnicos, faltaría más, en ese sentido no hay posibilidad de rechistarle: puntuación impecable, ritmo adecuado, orden y vocabulario lógico. El último texto publicado trata de los «opinadores» de este país, a los que alude con su desprecio habitual; excepto a una gama de adeptos, que le deben besar los pies con el esmero que él cree que merece. Estar tan enamorado de uno mismo tiene que provocar temblores convulsos y arrebatos de tristeza.
Comparte espacio semanal con otro escritor muy reconocido también, pero menos populachero, que, para esta humilde escritora de gama cromática ardiente, es muchísimo más interesante, enriquecedor, fino con la pluma, complicado en sus discursos –complicado como algo positivo, frente a la simpleza del insulto airado–. Físicamente, ambos son bien opuestos. Al primero, protagonista de este texto, sólo le he visto una vez de cerca. Fue hace cuatro años, yo salía del salón verde (o salón inglés) del Hotel Palace y él entraba. Me pareció un ser enjuto, consumido, daba frío su presencia, nada atractivo como hombre. Al segundo, también le he visto una sola vez y es grueso, de mirada profunda, paso rápido y huidizo.
Siguiendo con la obra del escritor que nos ocupa, diré también que son habituales en sus escritos las «autocitas», es decir, que medio artículo sea un remake de otro texto anterior. De esta manera, se relame de sí mismo de una manera diferente. Lo puedo imaginar con un espejo de mano diciendo en voz alta: «Espejito, espejito, ¿podrías hacer otra criatura tan talentosa, brillante, deslumbrante y sabia como yo?». Tras unos segundos, viendo cómo se refleja su imagen, sonreirá, pues se ha cumplido su deseo. «Gracias, espejito, voy a invitarle a almorzar, así hoy no lo haré solo».
Este aristócrata de la pluma es ya historia viva de la literatura, qué duda cabe, pero eso no significa que nos guste a todos su legado, ni que el tiempo lo trate igual de bien que lo están tratando sus contemporáneos, esos que él desprecia tan airadamente. A algunos les divertirá, a otros les fascinará y a otros, como a mí, nos resulta desagradable de leer. Y si aquí hay que criticar algo sobre mi osado artículo, desde luego no será mi valentía manifiesta por dar tan sinceramente mi opinión sobre este plumilla endiosado, de violento esfuerzo y trabajosa rebusca.