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Oscura claridadClara Zamora Meca

El diván del belvedere

Empezando este año nuevo, incito a librarnos del tabú que existe en torno a la muerte. Hay que aceptarla y vivirla con más naturalidad, porque si no se convierte en el freno eterno

Actualizada 11:20

Acabo de regresar de pasar unos magníficos días –con sus fantásticas noches– en Italia. Allí, como un Triunfo petrarquesco, he llegado a varias conclusiones, que les voy a comentar en este primer artículo del año. Venecia ha sido mi destino en esta ocasión. Entre un diván con vistas impresionantes y los Bellinis del Harry´s Bar, la ciudad teatral, tan parecida a Sevilla en sus efectos, me ha hecho reflexionar sobre cómo los años alivian la necesidad de sentir tan intensamente, sobre el pulso de la vida y, como no, sobre la muerte.

En la fachada de la Piazzetta, en la segunda hilera de la galería, dos columnas de mármol rojo indican el lugar desde donde se leían tradicionalmente las sentencias de muerte. Los capiteles, de un gusto exquisito y de una variedad inagotable, contienen quimeras, niños, ángeles, animales fantásticos, algunos motivos de la Biblia, pasajes históricos, entremezclados con follajes, acantos, frutos y flores que dejan ver de forma prodigiosa la pobreza de la invención de nuestros arquitectos modernos. Me recreé mirándolos sin prisa.

En nuestra imaginación, dolor y amor van muchas veces asociados; lo mismo sucede con la muerte y la voluptuosidad. En Oriente, las mujeres usaban los cementerios como jardines. Santa Rosa de Lima pensaba que las lágrimas eran la riqueza más bella de toda la creación. Hay flores que sólo exhalan su perfume más embriagante en el instante en el que la muerte se lanza sobre ellas. La muerte, ese inmenso tabú, en cuestiones artísticas, nunca falta, es más, nunca puede faltar.

En la actualidad, hablar de ella es tratar un asunto gafe, de mal gusto, que marca peyorativamente a la persona que lo saca a colación. Parece que nadie quiere aceptar que esa es una realidad absoluta; quizás sea la única realidad absoluta. Si se nace, se muere, y no hay vuelta de hoja. En medio de ambos procesos tiene lugar, según la educación y los valores recibidos, el entretenimiento o el cumplimiento de las obligaciones. En este paseo es en el que nos diferenciamos.

En este sentido, es una tremenda paradoja que un cristiano diga que se asusta por algo que él cree que le va a traer el descanso eterno, la paz y la eternidad. Siguiendo esta lógica, la división entre personas que temen a la muerte y personas que no la temen debería coincidir con creyentes y ateos. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. No hay que olvidar que la fe no está contra la razón, sino sobre la razón; y que tener fe en alguien es fiarse de alguien. Entonces, ¿miedo de qué?

Tumbada en un diván barroco, con vistas a un cuidado belvedere veneciano, escuchando el cénit de un drama operístico, llegué a la conclusión de que soy una afortunada, porque yo no le temo a la muerte. Esa suerte nos hace mucho más fuertes. No vivimos angustiados por las posibles enfermedades, entre médicos y análisis; podemos relajarnos y disfrutar de cada vivencia con gratitud, con todos los sentidos en cada momento, conscientes de ese puntito de magia y belleza que cada situación puede tener.

Empezando este año nuevo, incito a librarnos del tabú que existe en torno a la muerte. Hay que aceptarla y vivirla con más naturalidad, porque si no se convierte en el freno eterno. Sin temor, se disfruta mucho más de la vida. Confiar es el secreto. El fin de mi viaje llegó. He regresado más rica en recuerdos, con otra claridad de ideas. Como decía Lord Byron, con la parte superior de su labio desdeñoso: «¡Adiós Venecia, y si es para siembre, adiós!»

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