Clara-mente, Iñigo de la Serna
Ahuyenta temores e incongruencias con su discurso, su aspecto y su aplomo. Transmite una serenidad de espíritu sin censuras. La realidad y la justicia triunfan siempre, y es inútil todo artificio
Ahora que me han aclarado que tengo nombre de persona buena, y puesto que estoy de demasiado buen humor como para hacer un destripe, mi columna de hoy va a ser una merecidísima loa a un hombre cuya seriedad y consistencia son parte fundamental de nuestra esperanza para el futuro. Nada de insensatos halagos y necias conjeturas, me voy a limitar a exponer obviedades, que se palpan y emanan de esta figura política que, para nuestra suerte, vuelve a primera fila.
Se rige por los sentidos de la obligación y de la responsabilidad, que evidencia fuera de los gritos y esperpénticos discursos a los que, lamentablemente, estamos acostumbrándonos. Se puede oír su tranquilidad absoluta, esa que comparte con Alberto y Borja, políticos de su misma distinguida escuela. Este trío es muy poderoso. Son conscientes de que España necesita un tratamiento proporcionado de índole moral, basado en la tolerancia del poder gubernamental; no en imposiciones, que no harán sino agravar tanta enfermedad nerviosa.
Con ellos desaparecerá el placer de violar la ley, ese diabólico impulso para sustraerse a la norma común. La ley, nada más que por ser ley, ejerce un decisivo imperio. En la práctica, se traduce en adelanto social, político y económico. Este último aspecto es uno de los fuertes de De la Serna, un motivo más para apoyar su disciplinada y entusiasta candidatura. Ahuyenta temores e incongruencias con su discurso, su aspecto y su aplomo. Transmite una serenidad de espíritu sin censuras. La realidad y la justicia triunfan siempre, y es inútil todo artificio.
Si fuera posible dominar con una ojeada el panorama, llegando a una clarísima síntesis, todo obedece a un mismo designio: reconducir la traza constitucional para que sus efectivos resultados no dependan de los comportamientos personales, variar ánimos y conductas lejos de la codicia, la grosería, el infantilismo y el banal impulso de un triunfo momentáneo y, por encima de todo, que descuelle la idea cardinal de que la salud del Estado pasa por que los políticos demuestren civismo en el cuerpo de la nación. Es un objetivo inmediato que se puede y se debe conseguir.
Con De la Serna, Sémper, Feijóo y algunos más, vuelve el buen gusto al estrado. La educación, el saber estar, la estética, la lógica y la inteligencia habían abandonado las urnas; pero esa oscura etapa parece que está en retroceso. Voces firmes, seguras, formadas, asentadas en nuestros valores más elementales, en la búsqueda del honor, vuelven a protagonizar la vida pública. Es una suerte que hay que celebrar por todo lo alto. Hasta mayo, correrá mucha tinta; pero sería una insensatez no valorar desde ahora la valentía, generosidad y conciencia de estos españoles, que han vuelto de su cómoda privacidad para ayudarnos a salir de este bache. ¡Por fin dejaremos de escuchar los discursos vacíos y bochornosos de Sánchez y su nada ilustre (y ridícula) mujer!
Para terminar, reconoceré que un señor tan serio, firme, consistente en su manera de pensar y bien armado en su aspecto físico es un placer para la vista y para el intelecto; pero no puedo firmar este texto sin exponer mi disconformidad con una de sus aseveraciones. Sr. De la Serna: aunque también imponente, preciosa y sana, Santander no es la ciudad más bonita del mundo; por favor, recuerde que Sevilla también está en el mapa. Las crónicas hablan por sí mismas, ¿o es que no se ha paseado por aquí?