La regeneración de la política
Nos encontramos en uno de esos momentos infrecuentes en los que lo que está en juego no es una determinada orientación ideológica, sino mucho más
Cuando se plantea el lugar que ha de ocupar la política en la jerarquía de los asuntos humanos conviene, como tantas veces, evitar dos errores de signo opuesto: el apoliticismo y el politicismo integral. Ortega y Gasset afirmó que quien nunca se ocupa de política es un inmoral, y el que sólo se ocupa de política y todo lo ve políticamente es un majadero. Conviene, por lo tanto, evitar lo uno y lo otro.
La política no ocupa el más alto rango en los asuntos humanos y, además, constituye un orden superficial en la vida de los pueblos. Las más graves crisis históricas no son políticas, sino que, por el contrario, afectan a estratos más profundos de la vida colectiva. Toda verdadera crisis posee una naturaleza moral, y, por lo tanto, precisa de una terapia también moral. Pero nada de esto debe conducirnos a subestimar su trascendencia. La mayoría de los más grandes pensadores se han ocupado frecuentemente de ella. Por ejemplo, Platón. El filósofo dedicó muchas páginas a la política, pero no tanto por ella misma como por su influencia sobre la vida filosófica.
La filosofía política tiene por objeto, según Leo Strauss, el establecimiento de las condiciones de posibilidad de la virtud. La vida filosófica puede ser solitaria, acaso deba serlo, pero nunca de manera absoluta. El hombre vive en la ciudad, y sin ciudad, no hay filósofos.
Cuando la vida pública se corrompe, resulta muy rara y difícil la existencia de la virtud personal. Todo, lo individual y lo social, se degrada y envilece. Los clásicos pensaron que el asunto principal de la filosofía política es la determinación del mejor régimen político posible, y que el fin de este régimen mejor es la virtud de los ciudadanos. Esto, desgraciadamente, parece pertenecer al pasado. Hoy la cosa se da por resuelta en favor de la democracia, y a muy pocos importa algo la virtud. Pero se olvida que la democracia, sea o no el mejor régimen, algo que ya no se discute, tiene sus inconvenientes, y no pequeños. El mayor acaso, la tendencia a la masificación y a la degradación de la educación. Como escribió Strauss, es necesario preservar «un tipo de educación que nunca puede ser pensado como una educación de masas, sino sólo como una educación excelsa y más elevada de aquellos que son por naturaleza aptos para ella». En cualquier caso, la democracia no garantiza la virtud de los ciudadanos.
Aunque pueda parecer que no, todo esto guarda mucha relación con la jornada electoral de hoy. Creo que muchos españoles pensamos que existe una grave corrupción de la política en nuestra nación. Y no me refiero sólo a la de naturaleza económica, sino a la corrupción de la política en sí misma. Nos encontramos en uno de esos momentos infrecuentes en los que lo que está en juego no es una determinada orientación ideológica de los elegidos y los programas, sino mucho más, incluso la supervivencia de la nación. La política española necesita hoy un cambio radical que prepare el que ha de producirse en las próximas elecciones generales. Conceder el voto a quienes gobiernan con el apoyo de los enemigos de España (y, por supuesto, a estos) constituye un ejercicio de envilecimiento suicida. No debemos preguntarnos, como afirmó Julián Marías en ocasión menos grave, qué va a suceder, sino qué puedo, qué debo hacer. No está en juego el interés general, ni siquiera la justicia, sino la posibilidad de la existencia de ciudadanos libres y virtuosos. No se trata meramente de un cambio político, sino de la necesidad de la regeneración de la política.