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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La democracia fuera de lugar

Sería un disparate someter a votación pública la validez de la teoría de la relatividad, la belleza de unos lirios de Van Gogh o la existencia de Dios

Actualizada 01:30

La democracia es un bien, pero no un bien absoluto. Es deseable más por los males que evita que por los bienes que produce. Podemos decir que, en situaciones normales, es la única forma legítima de gobierno. Pero su ámbito propio es el de la política y el derecho, y la gestión o parte de ella de algunas organizaciones. Más allá, está fuera de lugar y se convierte en una grave patología social. En general, el sufragio universal es ajeno a la verdad, la bondad y la belleza.

Resulta fácil comprender que muchas instituciones son o deben ser impermeables a la democracia porque su propia naturaleza y sus fines la repelen. Basten algunos ejemplos: la familia, la escuela, la universidad, el ejército, la sanidad. Eso no impide que admitan algunos procedimientos democráticos en ciertos casos, pero no son instituciones democráticas. No sé si la mejor gestión de un hospital es la democrática, pero estoy seguro de que decidir democráticamente el diagnóstico y el tratamiento de un enfermo es un disparate que no aceptaría ni el más rendido devoto del sufragio universal. También sería un disparate someter a votación pública la validez de la teoría de la relatividad, la belleza de unos lirios de Van Gogh o la existencia de Dios.

Y ya que hemos mencionado a Dios, cabría acaso interrogarse por la valoración de la democracia en el seno de la Iglesia Católica. Cuanto más delicado es un asunto con más fuerza reclama nuestra atención. La conducta de Jesús de Nazaret, tal como la exponen los Evangelios, parece enteramente ajena al igualitarismo y, por ello, a la democracia. Cuando decide, por ejemplo, subir a Jerusalén, no consulta la opinión de los apóstoles y discípulos. Ni proclama por consenso el contenido del padrenuestro. Tampoco somete a votación el sermón de la montaña ni la institución de la Eucaristía. Incluso no deja de utilizar con inquietante frecuencia los imperativos, tiempo verbal poco igualitario. En alguna ocasión, hasta se le desliza algún rasgo autoritario. Además, refiriéndose a Pedro, afirmó que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y no sobre toda una cantera. Creo que la autoridad y la tradición son elementos fundamentales en la transmisión de la fe. La recomendación de no juzgar no tiene nada que ver con la democracia y menos con la permisividad. Ni tampoco la entrega total a los pobres y a los que sufren. Ni el mandato universal del amor, incluido al enemigo. El perdón puede borrar el pecado, pero no lo convierte en virtud. «Vete, y no peques más», dice Cristo a la adúltera perdonada.

Por mi parte, ignoro si al final de los tiempos todos los hombres nos salvaremos, pero los Evangelios apuntan algunas dificultades al respecto. A muchos les inquieta la idea de un Dios infinitamente bueno que dicta un castigo eterno para algunos o muchos. Lo cierto es que, por ejemplo, la parábola del rey que invita a la boda de su hijo confirma que es el hombre el que se castiga a sí mismo al no quiere ir al convite y no el rey. Cabría añadir, como rasgos poco igualitarios, las referencias a la sal de la tierra y la luz del mundo, o a la puerta estrecha o a que muchos son llamados y pocos elegidos.

Lo que sí está fuera de toda duda es que la idea de que todos los hombres somos iguales en dignidad y hermanos, porque somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, es una idea que ha transformado a la humanidad y ha contribuido al desarrollo del ideal democrático. El cristianismo ha sido un factor decisivo en el triunfo de la democracia. No es menester leer a Nietzsche para comprenderlo. Pero eso no impide que haya hipócritas y sepulcros blanqueados. En cualquier caso, no creo que exista una política cristiana, pero sí que hay muchas anticristianas. Alguien que ha dicho de sí mismo ser la Verdad, poco tiene de igualitario. Y más que al episodio del denario, al fin y al cabo, una estrategia para burlar la trampa tendida, me acojo a la más rotunda afirmación: «Mi Reino no es de este mundo».

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