La calle que no calle
Esa España cívica, que creíamos muerta, ha despertado y no quiere llorar en casa lo que no quiso defender en la calle
Hace doce años un movimiento de izquierdas, llamado de los indignados, fue el origen de todo lo malo que nos ha pasado hasta ahora: la manipulación de las calles por parte de un grupo de privilegiados profesores de la Complutense, acostumbrados a torcer voluntades universitarias a base de predicar al Ché Guevara y a Fidel Castro, mientras se comían chuletones muy poco proletarios en Ávila. Allí nació Podemos, y de aquellos polvos mendaces los lodos con los que Pedro Sánchez, convertido en el mayor antisistema empotrado en el propio sistema, ha sepultado a la política española.
Ahora, hoy, esa izquierda populista e hipócrita, que vive de nuestros impuestos y pacta con reaccionarios y forajidos de la justicia, ha perdido la calle, ese concepto abstracto que dijo dominar y que glosaron los cantautores del tardofranquismo. Hoy en la calle están, paradójicamente, los que no comulgan con la izquierda vendida por un puñado de votos a los ultras de barretina o chapela, la calle hoy la ocupan los que defienden la vieja democracia liberal que, por primera vez desde hace medio siglo, está en riesgo de desaparecer en nuestro país. Ayer, el clamor en la calle fue la demostración de que la calle no debe callar ni cuando Sánchez sea investido en los próximos días.
Con un maestro como Zapatero, que ya cavó las primeras trincheras, su sucesor va a arrasar con todo. Primero acabará con la independencia judicial, creando comisiones en el Parlamento para escudriñar el trabajo de los señores con toga, colocándolos en la picota para que el populacho los apedree y los socios decidan, desde sus poltronas indepes, cuáles pueden seguir en la carrera porque son lo suficientemente dóciles y cuáles deben ser jubilados para que no molesten a Gonzalo Boye y a Laura Borràs. Entonces, será disuelto el CGPJ y se creará otro comité popular judicial, presidido por Baltasar Garzón, un celebrado consejo elegido íntegramente por la soberanía «popular».
Después, el objetivo serán los empresarios, que serán sometidos a la autoridad de Chiqui Montero, mediante una fiscalidad asfixiante, una regulación venezolana y campañas de descrédito que los convierta en muñecotes contra los que lanzar la ira del pueblo, siempre presta a echar la culpa de sus desgracias a los señores del puro, psicología social que conoce muy bien Moncloa. Seguidamente, les llegará el turno a los medios de comunicación libres, a los locutores que le cuentan a la gente que madruga la dimensión del atropello antidemocrático que están viviendo, a los consejos de administración de los periódicos y radios que no se doblegan ante las amenazas de sufrir sequía de publicidad institucional, a los tertulianos que no reciben porque no quieren los argumentarios de Bolaños.
Cuando jueces, empresarios y periodistas sean doblegados, quedará la oposición –PP, Vox y UPN– a los que se reducirá, desde la trompetería oficial, a fuerzas residuales representantes de la España casposa y ultra, una amenaza para la arcadia feliz de la izquierda felona, esa España a la que los electores no deben votar si no quieren ver a sus mujeres en la cocina y a sus gays en la clandestinidad. Y expulsados del paraíso Felipe González, Alfonso Guerra y los miles de socialistas de buena fe que no se reconocen en un partido que ha traicionado su esencia constitucionalista, quedará el Rey, Felipe VI, el último dique contra el que apuntar, aprovechando que jamás detentará –él no– ningún poder que no le sea otorgado por nuestra Constitución.
Por eso es tan importante lo que ocurrió ayer en las plazas de España y lo que tiene que seguir ocurriendo hasta que alguien en Bruselas, después de leer el editorial de The Times, eche un ojo a esa vieja y venerable nación del sur de Europa cuya libertad está siendo sepultada. Por todo eso, sonaron a gloria las voces de jóvenes y mayores que contaron al mundo la preocupación que sienten por su país y que lo gritaron porque no le deben a los favores del poder lo que tienen en la nevera. Esa España cívica, que creíamos muerta, ha despertado y no quiere llorar en casa lo que no quiso defender en la calle.