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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

El crepúsculo de la Constitución

Hubo Constitución. Aunque mal redactada, aunque imperfecta. No la hay ya, de hecho

Actualizada 01:30

Pasado mañana se perpetuará la ceremonia. A fuerza de repetida, muerta. La Constitución del 78 será elogiada con mesura. Por los presentes. Pero es en la ausencia en donde lo grave suena. Amargo. De la Constitución del 78 no queda nada. O casi. Un papel mal redactado, a cuya disciplina nadie en el poder se juzga ya constreñido. A la espera del día –que cuantos del poder viven suponen cercano– en el cual de ella quede apenas ese polvo tenue que sigue al paso de las termitas.

Hubo Constitución. Aunque mal redactada, aunque imperfecta. No la hay ya. De hecho: puesto que nada de lo por ella dictado se cumple. Y puesto que nadie sueña siquiera en reclamar que se cumpla. La resignación se ha ido abriendo un camino: nos sabemos un pueblo sin derechos. No es nuevo. ¿Cuándo tuvo la modernidad española garantías constitucionales que fueran un milímetro más allá de la retórica? Fernando VII primero, las guerras carlistas después, hicieron de lo que fue renovación en el siglo XIX europeo, anacronismo salvaje. Barbarie despótica del rey felón. Añoranza de fueros medievales entre los devotos de la boina roja. Y un imperio que queda en polvo sin memoria. Es el destino tristísimo que cierra 1898.

¿Y luego? Siglo XX, vanas esperanzas de una generación luminosa: la de Cernuda, García Lorca, Salinas, Guillén, Altolaguirre… Vanas. O, peor que vanas, efímeras. Y, al poco, una matanza en familia, atroz, pueblerina, mugrienta y sin piedad para nadie. La llaman guerra civil. No fue eso. Fue una magnificación del crimen en distancia corta. Goyesca pelea a garrotazos, frente a frente y con las piernas ancladas en el barro hasta las rodillas. Nada más que eso. Disfrazar de épica, de heroísmo, de estética incluso, la sordidez de degustar la sangre más cercana, infectó la mente española con un germen de locura que, cien años más tarde, sigue royendo hasta su más sutil neurona.

Hubo, sí, una Constitución en 1978. Cuya pésima redacción se daba el capricho de distinguir entre «nación» y «nacionalidades». Y de crear así, por decreto textual que sólo años más tarde fue recogido en los diccionarios, la existencia sobre la piel de toro de múltiples sujetos constituyentes. En pura ortodoxia constitucionalista, multiplicidad de sujetos constituyentes equivale a multiplicidad de naciones. E invalida automáticamente el texto constitucional que la proclama. La Constitución del 78 lleva incrustada una carga de profundidad inquietante: esa que otorga (artículo 143) a «las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica», la potestad de «acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas».

Todo es ambigüedad en esa redacción, arbitrario todo.

¿A qué se está llamando «características culturales y económicas comunes»? Lo «común» se dice necesariamente de lo distinto, enseñaba Platón: algunos pensamos que el pensamiento racional nació ahí. Iguales son los diferentes. Y de cualquier cosa o entidad puede decirse sin error que es distinta a otra. Lo común es una convención lingüística: no hay dos entidades iguales.

¿«Qué demonios significa, en una lengua no impregnada por la superstición hasta el tuétano, esa jerga de “las provincias con entidad regional histórica?» Porque, «entidad histórica» («regional» o galáctica), la tiene hasta la última mota de polvo del último sendero del más olvidado paisaje. «Entidad histórica» es un maldito pleonasmo: no existe cosa, animal, o sujeto que no la tenga.

¿Qué se está diciendo, cuando se otorga poder de «constituirse» a cualquier territorio de la nación por separado? Porque, sí, se habla de «constituirse» en modo «autonómico»; pero ¿en virtud de qué constricción milagrosa, la constitución de esos constituyente sujetos locales llegaría hasta la «auto-nomía», sin ser tentada jamás por el tránsito a la «auto-determinación»? Lo del «autogobierno», más que noción, es una broma. Tirando a mala. Y entre «darse leyes propias» (que es lo que auto-nomía significa) y «darse materialidad propia» (que es de lo que habla «auto-determinarse»), la línea fronteriza es muchísimo más que vaga.

Hoy, esa vaga línea ha sido transgredida.

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