Y atrás quedó aquel cutrerío
Tras unos años de adefesios ideológicos, la cabalgata de Madrid ha recuperado su razón de ser, la de una gran celebración católica
En las municipales de 2015, Esperanza Aguirre gana en Madrid, pero con 21 concejalías, frente a 20 de Manuela Carmena. La derecha no suma, porque por entonces existe todavía un partido, hoy ya desaparecido, que divide el voto diestro, que no arregla nada y que en la práctica sirve para hacerle el caldo gordo a la izquierda: Ciudadanos, que logra siete concejales. Sánchez, anticipando lo que hoy tenemos, ordena al PSOE apoyar a la extrema izquierda en los ayuntamientos. Una colección de neófitos de variados tinglados podemitas pasan entonces a okupar las alcaldías, donde acreditarán muy ufanos que no saben hacer ni la «o» con un canuto.
Madrid ya tiene nueva alcaldesa, la veterana magistrada Manuela Carmena, de buena burguesía e ideario locuelo. Pronto comienza a recordar a aquella Abuelita Paz de los tebeos de Bruguera de nuestra infancia: una ancianita de apariencia afable y supuestas buenas intenciones… que acaba provocando pequeños estropicios en todo lo que toca.
Doña Manuela, puño de hierro en guante de seda, en lugar de ocuparse de las cosas que gestiona un ayuntamiento –empezando por limpiar las calles– centra su esfuerzo en dar la murga «progresista» a todos y todas. Lo primero que hace es colgar en la fachada del palacio de Cibeles una pintona pancarta de «Welcome Refugees» (aunque en la práctica no moverá un dedo por ellos y, como siempre, tendrá que ser la caridad de la Iglesia la que salve más de un apuro).
La gran oportunidad de la abuelita sectaria para demostrar que los tiempos han cambiado llega con la primera Navidad de su mandato. Carmena suprime toda alusión cristiana en la cabalgata. Viste a los Reyes con unas chillonas túnicas funkis, sustituye los villancicos por música disco y convierte el desfile que conmemora la adoración de los magos al niño Jesús en un festival étnico, que simboliza «un recorrido por todos los continentes y culturas del planeta». En efecto: una gilipollez. Además bastante cutre, porque la directora artística del invento, una siria llamada Maral Kekejian, tampoco anda muy fina.
En paralelo, la nueva extrema izquierda con mando en plaza organiza en Vallecas –perdón, Vallekas– una cabalgata de Reinas Magas, cuyo leitmotiv es la reivindicación de la homosexualidad –perdón, la causa LGTBI–, donde no faltan travelos meneando glúteo en las carrozas. De propina, Doña Manuela jibariza el esplendoroso belén de Cibeles, minimizándolo como algo vergonzante y dejando sus figuras en un cuarto de lo habitual.
¿Era todo aquello lo que quería la gran mayoría del público madrileño? Evidentemente, no. Por eso reconfortaba ver este viernes una cabalgata en la que un gran cuadro de una natividad, con la Virgen, José y el Niño, presidía en Cibeles los discursos finales de unos Reyes Magos ataviados al modo en los que lo reconocemos en la cultura católica española desde el Renacimiento. Unos Reyes que además se atrevían a pronunciar las palabras Jesús y Navidad, que no hablaban en inclusivo y que, en resumen, no daban la habitual chapa sanchista.
El público que abarrotó la cabalgata salía encantado, porque la mayoría de las personas no se parecen al estereotipo de nuevo español que nos quiere imponer el partido gobernante, que no se conforma con manejar la maquinaria de la Administración, sino que aspira también a formatear las cabezas de los ciudadanos con el sello de una nueva seudo religión, el «progresismo». Tal vez algún día toda la jerarquía católica repare en el hecho de que la izquierda española no apoya la fe –no lo hacía en los años treinta del siglo pasado y no lo hace ahora–, sino que le molesta y trabaja contra ella (de ahí, por ejemplo, su actual énfasis en el tema de los abusos, que aunque son más que condenables se están manejando con una clara agenda ideológica).
El progresismo predica la autonomía suprema del gran Yo. Y ahí no cabe Dios, que se convierte en un estorbo ante el imperio del mayúsculo ego de cada individuo, que paradójicamente bajo el modelo de la izquierda acaba arrendando su libertad al Estado para que la administre correctamente en su nombre. Lo señaló mejor que nadie el muy agudo liberal francés Constant de Rebecque: «La izquierda quiere que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre».
Privarnos de Dios es precisamente uno los caminos más rápidos hacia la esclavitud y la tristeza, como tan bien explicaba, con una estilográfica en una mano y una pinta en la otra, un gacetillero cien veces mejor que yo, el jovial, orondo y anticonvencional Chesterton. «Si suprimimos lo sobrenatural lo que nos queda lo antinatural», escribió el mago inglés de la paradoja, autor también de otra observación ante la que me quito el cráneo: «Si Dios no existiese no habría ateos».