Sin dimisión, de momento
Un par de semanas atrás, el fiscal general del Estado, García Ortiz, le anunció a Sánchez su dimisión. –Ni se te ocurra–, le respondió Sánchez. Los políticos son así. Convierten en dependientes de su poder las decisiones personales. El que dimite, lo hace, lo firma y se va. Se trata de una renuncia voluntaria, ajena a la aceptación o no de los poderes superiores. García Ortiz está metido en un monumental barullo que puede costarle una estancia obligada en las urbanizaciones del Estado vigiladas desde lo alto por guardias civiles ocupando sus torretas. No son urbanizaciones agradables ni propicias para el gozo y el descanso. Sánchez le ofreció el cargo a cambio de su reverencial sometimiento, y son los fiscales, con abrumadora mayoría, los que le han pedido que dimita en beneficio del prestigio de la Institución. García Ortiz ha entorpecido su lenguaje gestual, irrefutable prueba de su preocupación por su futuro. Sube mucho el hombro izquierdo, y no lo relaja, como si estuviera fracturado. Y su rostro de tortel ha perdido la sonrisa permanente y empecinada que antaño regalaba. Cada día que pasa se encuentra más sólo, si bien cuenta con la amistad –de momento–, de la teniente fiscal Sánchez-Conde, a la que no tengo el placer de conocer, y de la que recelo por su aspecto, un tanto desastrado. Se trata de una mujer tan entregada a su trabajo y a su militancia sanchista, que esquiva las peluquerías y le ha crecido el pelo como a Breitner, el gran futbolista alemán que jugo en el Real Madrid en tiempos de Amancio, Netzer y Velázquez. A mí, sinceramente, esa mujer me da susto, pero es justo reconocer su interpretación de la lealtad y la gratitud por la confianza en ella depositada. Sucede que su obediencia ciega al obediente García Ortiz, puede perjudicar su futuro si todo se desarrolla como la Justicia apunta.
Aceptar que no se acepte una dimisión, es ante todo, una pública demostración de desconocimiento del idioma. El que dimite no solicita permiso para marcharse. Se marcha porque le da la gana, y si no desea dar explicaciones, se marcha igual. Las explicaciones tendrá que ofrecérselas al Tribunal Supremo que está deseando conocerlas. Ahora que tanto se habla de Franco y del franquismo, bueno es recordar la dimisión de dos ministros. Uno de ellos, don Pedro Sáinz- Rodríguez lo hizo desde Portugal, y don Manuel Arburúa dimitió a petición del propio Generalísimo.
–Arburúa, presénteme su dimisión, que vienen a por nosotros–. Eso llevó al historiador y periodista Montero Alonso –Monterito–, a escribir y publicar un epigrama que muchos atribuyeron al estupendo poeta satírico Juan Pérez Creus.
Han levantado una ermita,
Con un letrero que dice:
«Maricón el que dimita».
La dimisión inducida es una manera elegante de suavizar la patada en el pandero. Es lo que hará en breve Sánchez con García Ortiz. «Álvarillo, no te acepté la dimisión en su momento, pero creo que ahora me la tienes que presentar para que yo, Mi Persona, la acepte. Si no lo haces, allá tú». Vuelvo al cruce de telegramas entre el hijo estudiante y su madre, que madre no hay más que una. –Mamá, he suspendido siete asignaturas. Prepara a papá. Un beso, Tomasín». Y la respuesta: «Tomasín, papá preparado. Ahora, prepárate tú. Un beso, mamá».
Confiar en la amistad y la gratitud por los servicios prestados de Pedro Sánchez es de lerdos. Sánchez nombra, maneja, corrompe, alarga la infección, y al final, abandona al servidor incondicional. García Ortiz lamentará no haber dominado bien el español cuando dimitió y Sánchez le prohibió dimitir. ¿Quién puede prohibir una decisión personal? En «La Venganza de Don Mendo», Doña Ramírez, la dueña de Magdalena Manso del Jarama, se apercibe muy pronto, en el primer acto, que la historia va a terminar muy mal.
Que sea muda, ciega y sorda.
Pero me da el corazón
Que aquí se va a armar la gorda.
Y el fiscal general, que quiere dimitir y no le dejan. Claro que, con o sin dimisión, aquí se arma la gorda antes o después, quizá después que antes, pero lo mismo da.