Fundado en 1910
Cosas que pasanAlfonso Ussía

Caperucita

Quizá sea la fórmula para librar de la ruina a los ganaderos del norte de Castilla, norte de Madrid, Galicia, Asturias y La Montaña de Santander. Sucede que hace quince años los lobos no eran más importantes para los políticos que los ganaderos. Y ahora, sí

Actualizada 01:30

En La Montaña, de soltera provincia de Santander, vivimos con el lobo como protagonista. Todos los días los ganaderos se encuentran con reses, potros y ovejas masacradas. Pero son sagrados. Los lobos, no los ganaderos. Y el lobo se atreve a conquistar nuevas tierras a sabiendas de su inmunidad. Ya han llegado a la costa del poniente montañés. Y a la franja precostera. San Felices de Buelna, Treceño, Canales, el Monte Corona…

Quince años atrás, un lobo se saltaba habitualmente sus obligaciones en una localidad de Zamora. Se trataba de un lobo, viejo y solitario, despedido por su manada. Pero muy activo y preciso en sus ataques. Los ganaderos afectados obtuvieron un permiso de extracción, que es una cursilería para vestir la autorización oficial de cazarlo. Y llamaron a un grupo de cazadores de Madrid, entre los que se hallaba mi hermano menor, Álvaro, que era un personaje maravilloso con una gracia natural insuperable. Mi hermano Álvaro, no era un gran aficionado a la caza, y menos aún a madrugar en una localidad de Zamora a diez grados bajo cero en pleno invierno, pero accedió a unirse a su grupo de amigos. La cita, a las 7 de la mañana en un bar de la localidad zamorana. Ahí estaban tomando su café y sus huevos fritos los cazadores y los ganaderos, acompañados de los agentes rurales y una pareja de la Guardia Civil. El permiso no era abierto. Se podía cazar un lobo, el lobo, pero ninguno más.

En el grupo de amigos tenían un acoplado. El más divertido de todos. Se apuntaba a un bombardeo. En las fiestas, mediante apuestas, se declaraba a la mujer menos atractiva, y acumulaba más de treinta novias feas. Bailaba primorosamente el «agarrao» —como el Cipri de Olga Ramos—.

Y el «Limbo Rock». Se apuntó de acompañante a la cacería, pero se quedó en la cama cuando los cazadores —entre ellos, mi hermano—, se levantaron para acudir a la cita. —Esperadme media horita, que ahora me da frío pensarme en la calle—. Y allí estaban, los cazadores, los ganaderos, los rurales y los guardias civiles desayunando en el bar que había abierto su dueño para la ocasión, cuando, con 45 minutos de retraso, hizo su gloriosa entrada en el recinto el Acoplado.

Ya se sabe que los cazadores se toman muy en serio su afición. Sortearon los puestos. Todavía era de noche. Y de golpe, entró el acoplado vestido de Caperucita Roja. Llevaba una caperuza, una chupa, y unas faldas de un rojo brillante robado a las lejanas amapolas primaverales. Y unas medias rojas, y unas botas amplias y seguras. Sólo dejaba ver Caperucita una parte, bastante vellosa o peluda, de sus bajos muslos. Indignación entre los presentes. —Esto no se puede tomar a broma, Acoplado—. Mi hermano Álvaro se ofreció a dejarse acompañar en su puesto por Caperucita. Y al campo que se fueron, para repartirse en los puestos. El campo castellano, en los meses de invierno, y con las entreluces del amanecer, no es un canto a la alegría. El Acoplado llevaba toda suerte de embutidos y apetecibles licores para mitigar el frío. Mi hermano y el Acoplado se figuraban el mosqueo del resto de la cuadrilla y se partían de risa. —Vamos a hacer ruido para que al lobo no se le ocurra entrar por nuestro puesto—. Mi hermano fue incordiado por una necesidad de micción, y le cedió el rifle a Caperucita. Y en ese momento, entró el lobo. Ahí estaba el lobo. Miró a mi hermano con distancia y desprecio, y se le hicieron los ojos chiribitas cuando descubrió a su amada Caperucita a treinta metros de distancia. El Acoplado, que había leído el cuento, y conocía la maldad del lobo cuando, después de merendarse a la abuela, se vistió con su camisón e intentó comerse de postre a Caperucita, no tuvo inconveniente en disparar. Y el lobo cayó fulminado. Caperucita Roja había matado al Lobo Feroz. No le concedió importancia ni casual trascendencia al asunto. —Es lo normal y lógico. El Feroz está encoñado con Caperucita, y se ha creído que Caperucita era yo—. El resto de los cazadores, de vuelta al bar, no mostraron júbilo alguno. Los ganaderos, los rurales y los guardias civiles, felicitaron con calor y alegría a Caperucita Roja. Y el propietario del bar le regaló al Acoplado una imagen de San Ildefonso, Patrón de Zamora.

Creerán los lectores que me he quedado con ellos. Todo lo narrado corresponde a un acontecimiento verídico.

Quizá sea la fórmula para librar de la ruina a los ganaderos del norte de Castilla, norte de Madrid, Galicia, Asturias y La Montaña de Santander. Sucede que hace quince años los lobos no eran más importantes para los políticos que los ganaderos. Y ahora, sí. Y vestirse de Caperucita para no hacer nada es una tontería.

Nos gobiernan lobos. De dos y cuatro patas. Los de dos patas, auténticos cretinos.

comentarios

Más de Alfonso Ussía

  • Abstemio

  • El acabose

  • Azagramiento

  • Continente y contenido

  • Una buena noticia

  • Últimas opiniones

    tracking