Mafiosos con placa de comisario
El caso del fiscal general conchabado con Moncloa haría caer a cualquier Gobierno en una democracia
La mera presencia de una asesora de La Moncloa en el Tribunal Supremo, citada para discernir las consecuencias legales de su comprobada participación en un montaje político contra Ayuso, ya sería suficiente para hacer temblar al Gobierno.
Más allá de que Pilar Sánchez Acera acabe encausada e incluso condenada, las pruebas documentales ya la colocan en el papel de filtradora material de la información privada de un ciudadano y ya demuestran el papel de la Fiscalía General, a las órdenes de Presidencia, en una operación sucia contra un rival político incómodo.
Que todo esto sea o no delito lo decidirá el juez, pero nada impide establecer ya la conclusión inapelable de que en España tenemos un Gobierno que utiliza las instituciones del Estado y se salta todos los controles para lograr por lo criminal lo que no consigue por lo civil, con un comportamiento impropio de un régimen democrático que remite, sin duda, a las trapacerías habituales de todos los totalitarismos para borrar a los disidentes.
La defenestración del líder socialista madrileño que se negó a participar en la operación, por decencia personal o por miedo a las consecuencias legales, y su sustitución por la persona de quien dependía la ejecutora material del crimen, ayuda a entender que detrás de todos ellos siempre estuvo el propio Pedro Sánchez.
¿Alguien se cree que el fiscal general procedió por su cuenta a reunir todas las conversaciones del novio de Ayuso con la Fiscalía y a intentar colocarlas como una bomba lapa política en el imaginario coche de la presidenta madrileña?
¿Alguien puede sostener, sin avergonzarse, que toda esa documentación llegó a La Moncloa por casualidad y que, una vez allí, una simple asesora decidió por su cuenta explotarla dándole instrucciones a un subordinado en principio sumiso?
El Código Penal exige que, a la mera lógica, se le incorporen las pruebas irrefutables necesarias para emitir una condena, con un sistema de garantías que convierten en inocentes tanto a Alberto González Amador cuanto a Álvaro García Ortiz mientras no se demuestre lo contrario.
Pero en el terreno político no hace falta esperar al fallo para entender que existen responsabilidades previas a cualquier resolución judicial cuando los hechos son tan irrefutables como escandalosos: tiene guasa que los mismos que ya tildan al novio de Ayuso de delincuente utilizando, precisamente, la información privada manoseada delincuencialmente por el fiscal general y el Gabinete de Presidencia, exijan prudencia a la hora de sancionar a García Ortiz y al propio Pedro Sánchez, cuyos excesos son mucho más graves y mucho más evidentes que los que pueda cometer un ciudadano anónimo, por mucha pareja célebre que tenga.
Aceptar que vale todo en este caso, como si el futuro del tal Amador dependiera de una operación mafiosa y no de la tranquila acción de una justicia democrática, equivale a asumir el principio de que el fin justifica los medios, en un ecosistema donde Sánchez ya lo aplica contra todos los poderes y contrapoderes que dificultan su deriva autoritaria.
Hoy es el malvado novio de Ayuso con el fiscal general, pero mañana puede ser un periodista, un empresario o un opositor, con la Agencia Tributaria, los Cuerpos de Seguridad o el BOE. Y no precisamente para garantizar el bien, que siempre tiene caminos decentes aunque sean más lentos, sino para blanquear las trampas, atajos y campañas necesarias para garantizar la supervivencia de un político trilero, acorralado por los escándalos y sin otra hoja de ruta que mantenerse en el poder a cualquier precio.
El Watergate se queda pequeño al lado de este bochorno, como también produce envidia la reacción en Portugal a las sospechas de corrupción en el Gobierno conservador: allí cae el primer ministro; aquí se crean leyes para aislar a quienes le denuncian.