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Editorial

El fiscal general, un indecente comisario de Sánchez

La imputación de García Ortiz define el peligroso concepto de la Justicia de partido que quiere imponer el Gobierno

Actualizada 17:27

La imputación formal del fiscal general del Estado por revelación de secretos, trasladada al Tribunal Supremo por el juez instructor del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, es un escándalo de proporciones inéditas, que debe ser atajado sin dilación. Solo hay una manera de hacerlo y de empezar a reparar el formidable daño causado a la institución: con la dimisión o la destitución del titular, Álvaro García Ortiz, responsable directo, pero no único, de semejante tropelía. Su comportamiento es incompatible con su función constitucional, pero muy definitorio del concepto de Justicia que tiene su promotor, Pedro Sánchez: una herramienta más al servicio de un poder político ilimitado, y no un contrapeso que conforme el espacio de garantías que ha de ser un verdadero Estado de derecho.

Ortiz se olvidó de su función y utilizó sus atribuciones para atender una burda orden política, que fue intentar destruir a una incómoda rival, Isabel Díaz Ayuso, sirviéndose de las cuitas privadas de su pareja con Hacienda, ajenas en todo momento a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Si ya es lamentable que un fiscal general acepte un encargo político tan abusivo, además puede ser delictivo si para atenderlo se pisotea la ley, como parece el caso.

Divulgar la naturaleza de las conversaciones de un acusado con la Fiscalía, con la mala coartada de que así se podría desmontar el «bulo» de que no había nada extraño en el comportamiento del novio de Ayuso, es inaceptable y probablemente punible, pues conculca uno de los principios fundacionales de la Justicia en una democracia, que es la privacidad de las comunicaciones entre las partes. Y hacerlo en atención a las instrucciones recibidas es más propio de un comisario político que de un fiscal general, cuyo desprestigio afecta gravemente a la institución y pone en solfa la integridad de la Justicia en su conjunto, asaltada por un Gobierno incapaz de entender que, sin separación de poderes, simplemente no existe la democracia.

García Ortiz debería marcharse hoy mismo, con oprobio, pero no lo hará porque, para Sánchez, está haciendo muy bien su trabajo. Esa labor consiste en auxiliar al Gobierno en sus delirios, obsesiones y objetivos. Su permanencia en la Fiscalía resume, por ello, la naturaleza del proyecto político de Sánchez, ciertamente inquietante: ocupar con acólitos las instituciones del Estado, someterlas a una perversa hoja de ruta y utilizarlas como arma contra sus rivales.

Ante tales precedentes, que Sánchez se permita presentar este miércoles un «plan para regenerar la democracia» no sólo supone un sarcasmo, sino que también es una prueba de su falta de escrúpulos y de límites, una característica definitoria de un cacique, nunca de un presidente democrático.

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