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Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Cerdos ignorantes

El arte es el legado insondable de la sensibilidad humana y constituye un enorme tesoro que debemos cuidar con celo

Actualizada 01:25

Mi despertar se produjo con Lolita, de Vladimir Nabokov. Al terminar su lectura, instintivamente supe que aquella historia de nínfulas y miserias humanas se alejaba mucho de los libros a los que hasta ese momento estaba acostumbrado. Gracias a este autor, poco a poco, me fui alejando de la tiranía del bestseller para adentrarme de lleno en la incertidumbre de la literatura. Nabokov me hizo el mayor de los favores.

Por eso, un tiempo después, quedé profundamente conmovido al enterarme de que la misma persona que me enseñó la literatura, osó quemar un ejemplar de El Quijote frente a 600 alumnos en el Memorial Hall de Harvard. Un acto que, independientemente de las razones intelectuales que llevaron al autor a realizarlo, juzgué intolerable y que destacó con fuerza en mi imaginario de atrocidades. Comencé a odiarlo profundamente.

Mi primera reacción fue querer tirar todas sus obras por el sumidero a modo de vendetta siciliana. Pensé, «por muy grande que sea este tío, nunca lo será tanto como Cervantes». Y estuve a punto de hacerlo. No obstante, justo antes de llevar las obras del autor al cadalso literario, algo en mí despertó y refrenó inmediatamente mis enardecidas vísceras. Me contuve y reflexioné hasta llegar a la conclusión de que ningún libro, por muy malo que sea o por mucho que detestemos a su autor, debe ser destruido. Simplemente no tenemos ese derecho. Ni ustedes, ni yo, ni absolutamente nadie. Es una especie de Ley Natural.

Acabar deliberadamente con una obra es acabar con un trozo de lo que somos. Hasta la creación literaria más aberrante y odiosa tiene derecho a subsistir en el tiempo, porque cada novela, cada cuadro, cada monumento, cada poema y cada canción suponen una radiografía de lo que fuimos, de lo que somos y, sobre todo, de lo que podemos ser. El arte es el legado insondable de la sensibilidad humana y constituye un enorme tesoro que debemos cuidar con celo.

Ilustración: cultura quema

Lu Tolstova

Por eso, alguien debería comentarles a esos activistas climáticos que destrozar un cuadro de Van Gogh, pintarrajear La Gioconda o pegarse las manos a un cuadro de Picasso, como ha sucedido recientemente en varios museos del mundo, ni es un acto de reivindicación justificable ni mucho menos ayudará a salvar el planeta. Es un delito muy grave. Ese alguien, además, debería cogerles por sus cegadas orejas y explicarles que sus viles actos responden únicamente a la idiocia más abyecta y que, gracias a sus barbaridades, catalogan su ideología climática en el mismo lugar que ocupan los tiranos, los intolerantes y los zopencos.

¿Se acuerdan de lo que hizo el Cardenal Cisneros en Granada con miles de ejemplares del Corán y miles de manuscritos árabes? ¿Se acuerdan de lo que hizo el Estado Islámico con el teatro romano de Palmira (Siria) nada más conquistar la ciudad? Yo también me acuerdo. Hay cientos de ejemplos de barbarie contra el arte. Por eso es necesario luchar contra los necios y recordarnos permanentemente que la estupidez humana no conoce ni el tiempo ni el espacio.

A lo largo de la historia solo han destrozado obras de arte los fanáticos impregnados de sebosa ideología. Personas carentes de sensibilidad que, para llamar la atención, comienzan con pequeños atentados, como es el caso que nos ocupa, y terminan imponiendo su doctrina a través de la violencia, azuzados a su vez por el éxito contagioso de sus desvaríos. Lo hemos visto muchas veces. Sabemos cómo empieza y sabemos cómo termina.

Por eso, espero que el castigo que se imponga a estos cantamañanas sea comparable al delito que han cometido. Si no se produce un escarmiento ejemplar ante semejante afrenta, estos muchachitos continuarán con sus atolondradas acciones hasta alcanzar límites conocidos, pero ya olvidados.

Estoy convencido de que unos meses de cárcel y una fuerte multa aliviarán mucho su pesar por el planeta y les ayudará a reflexionar profundamente sobre la importancia del arte en la historia de la humanidad. Por no hablar de que, en la cárcel, la ducha, de la que también parecen enemigos, es gratis. Será sin duda una forma estupenda de pagar por el daño que han hecho e higienizarse tanto física como espiritualmente.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista
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