Querido sanchista: no nos olvidamos
La moderación está muy bien para las situaciones moderadas, pero ese no es el caso que nos ocupa ahora
Frisando los cincuenta años, pude observar en mi padre una rara evolución que sin duda muchos alienistas tacharían de locura. Lo que comenzó como una metamorfosis interna, en poco tiempo empezó a evidenciarse en el exterior en forma de extravagancias.
Un buen día, por ejemplo, mi padre abandonó sus perennes gafas de concha y comenzó a utilizar anteojos de pinzas diminutas estilo Quevedo, su gran ídolo. Otro día, para gran indignación de mi madre, apareció por casa con una larga y filosófica barba aderezada, eso sí, con un gigantesco y anacrónico bigote al más puro estilo Arthur Conan Doyle. Pero el colmo llegó cuando, sin previo aviso, comenzó a utilizar bastón, a pesar de no tener ninguna discapacidad física declarada.
Hoy, recordando aquella metamorfosis por fases, caigo en la cuenta de lo equivocados que estábamos al preocuparnos por él. La enfermedad de mi padre no era la demencia, sino que era otra afección menos común conocida como misantropía selectiva; una dolencia que sufren algunos individuos experimentados e inteligentes que consiste en empezar a hacer y decir lo que te da la gana ignorando por completo a todas aquellas personas o situaciones que por una razón u otra consideras despreciables. Es irreversible.
Ante sus frecuentes salidas de tono, yo siempre le recriminaba su comportamiento. Tienen que entender que yo era un joven estudiante de periodismo lleno de ilusiones y certezas… Muchas veces me ponía en plan Kapuscinski y le decía: «Papá, tienes que ser más tolerante con los que no piensan como tú por muy estúpidos que te parezcan. Ser objetivo y escuchar otras opiniones puede enriquecer tu criterio…». Su respuesta ante aquel tipo de declaraciones siempre era la misma: primero me miraba como si yo fuera una especie de sátiro borracho y después se reía a carcajadas.
Aunque en su día me sentaran mal sus jocosas reacciones, yo me consideraba un ser de pensamiento elevado, ahora me doy cuenta de la razón que tenía mi padre al partirse de la risa. Claro que le gustaba hablar con otras personas que pensaban diferente, de hecho, siempre lo había hecho y a mí me animaba frecuentemente a ello, pero lo que no soportaba era la tontería. En esa época cabe recordar que gobernaba Zapatero, ya saben. El que comenzó todo esto que nos pasa ahora.
Mi padre se cansó de discutir con asnos que no veían más allá de los argumentarios de partido y se dio cuenta de que ya no quería perder un solo minuto con personas cuyo criterio no se avenía a razonamientos basados en algo tan simple como la verdad. En definitiva, mi padre no estaba harto de la raza humana; estaba agotado de los imbéciles. Y yo también.
Por eso, a mí ya no me sirven las frases típicas como la de «leo la sección internacional de El País porque es la mejor» o esa que dice «tengo un amigo que ha votado a Sánchez y es interesante escucharlo porque…». Ni de broma. Ya no. Porque ser socialdemócrata, ha quedado claro durante estos meses, no es votar a Pedro Sánchez. Y si no que se lo pregunten a los señores González, Guerra o Redondo Terreros. Ser sanchista hoy es ser cómplice del atropello masivo a la dignidad de España; ser sanchista hoy es ser copartícipe de un latrocinio inédito en la historia de nuestro país; ser sanchista hoy es ser responsable de la violación con penetración de nuestro Estado de derecho.
Cualquier persona que haya votado a Sánchez en las últimas elecciones y que hoy, tras su gigantesca mentira en forma de amnistía, siga defendiendo su voto, o es mala persona o es simplemente idiota. Así de sencillo.
Ya no sirven los argumentos típicamente sanchistas para defender al siniestro inquilino de la Moncloa. La cruda realidad ha hecho que simplemente se desvanezcan. ¿O es que un socialista sensato me va a decir que yo estoy en contra de la seguridad social o de una política fiscal justa para todos? Cualquiera que piense un poco sabe perfectamente que las diferencias sustanciales entre la izquierda y la derecha se han ido desdibujando con el tiempo y que en la actualidad no tienen casi ningún sentido. Solo quedan pequeños matices fiscales, económicos y morales hiperbolizados por los políticos para enfrentar un poquito a los españoles y justificar de esa manera su sueldo. Es un juego que les hemos dejado practicar para asegurar la estabilidad política del país y sobre todo para garantizar la saludable rotación del poder entre unos y otros.
Pero ese juego tolerado se ha acabado con Sánchez. Él mismo se ha encargado de romper el tablero. Ese onanista del espejo, que sin vergüenza alguna ha parasitado todos los poderes del Estado, no cree en ninguna alternancia. Sánchez solo cree en «levantar muros» infranqueables que polaricen a la población hasta el extremo para, de esa forma, eternizarse en el Gobierno. Lo que Zapatero comenzó ahora él lo culmina con éxito.
Vivimos un momento de extrema gravedad en el que la tibieza debe ser perseguida y señalada. La moderación está muy bien para las situaciones moderadas, pero ese no es el caso que nos ocupa ahora. Llevamos muchos años sumidos en un letargo inconsciente en los que hemos permitido que se rían de nosotros a la cara sin ningún tipo consecuencia. Eso se tiene que acabar. Pedro Sánchez y todos los sanchistas deben saber que tienen enfrente a ciudadanos libres y no a borregos temerosos.
Esconderse detrás de la indiferencia solo empeora las cosas. Hay que ser valientes y actuar.
- Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista