De ciudadano a súbdito
El ideal de la libertad individual, el gobierno racional y virtuoso, han cedido definitivamente a las hipertrofias, emociones, deseos y desmanes de las clases políticas que controlan el Estado y los organismos internacionales
El deterioro de todas las conocidas es ya evidente. Y por este motivo resulta más importante advertir a los ciudadanos que las democracias, así como la libertad, seguridad y prosperidad aparejadas, difícilmente se recuperan una vez que marchan, incluso triunfantes, hacia su sepultura.
Cuando se activa el desmantelamiento del Estado constitucional, que se cimentó en el ideal de libertad individual, el imperio de la ley, el pluralismo político, la separación de poderes, la alternancia en el poder, la protección de la propiedad privada y un sistema impositivo equilibrado y no confiscatorio, o lo que es lo mismo, un uso racional y no temerario de las finanzas públicas, el proceso no es reversible.
El daño institucional, social y económico que provoca el tránsito de un sistema democrático, con un estándar aceptable en la ecuación antes referida, a una u otra forma de despotismo no es reconducible. La vida en sociedad se ve perjudicada, los operadores económicos lo detectan, los cargos inician a velar sólo por el cargo, emerge una importante desconfianza y todo empieza a funcionar peor. Por supuesto, la educación y los servicios públicos, abriéndose asimismo ante nosotros espacios de impunidad y descontrol que marchan en paralelo a los exorcismos que se dedican a quienes lo denuncian.
Es un error que se puede pagar muy caro, según qué casos o circunstancias, confiar la neutralización o reversión de estos procesos a un esperable o deseado cambio de gobierno o tendencia, porque lo normal es que, llegados a cierto punto, esto no suceda.
Admitámoslo, las ideas sociopolíticas inspiradoras no son ya la gran sociedad de A. Smith, la sociedad abierta de K. Popper, el orden espontáneo de F. Von Hayek, la societas de M. Oakeshott o la sociedad libre del erudito M. Polanyi, a quienes tanto debemos. La expansión de la presencia e intervención del Estado ha llegado a tal punto que, como presagió Tocqueville, pocas ideas nacen que no estén relacionadas con el propio Estado, o lo que es lo mismo, con las de la clase política que dirige su Administración.
El ideal de la libertad individual, el gobierno racional y virtuoso, han cedido definitivamente a las hipertrofias, emociones, deseos y desmanes de las clases políticas que controlan el Estado y los organismos internacionales. Son nuevas y viejas formas de colectivismo dirigidas y coordinadas en clave nacional y también desde esos organismos, hoy liderados por quienes hasta no hace poco eran sus principales detractores, comunistas incluidos.
El nuevo orden se va perfilando mediante el arrinconamiento de la propia sociedad y conlleva consecuencias ciertamente impactantes. Nuestro entorno más directo se puede ya ver influenciado más por un soborno en Bruselas desde Catar, Pekín, Rabat o incluso Caracas, que nuestro voto en unas elecciones locales o nacionales. A esto hemos llegado. Y hay que asumirlo sin rechistar aún viendo cómo se degrada nuestra cotidianeidad.
¿Somos gimnastas del pesimismo? Es posible. Pero la historia nos demuestra que cuando las sociedades entran en un escenario de ideologización máxima, donde lideran poderes ocultos, cuando asciende al poder una clase que navega entre el analfabetismo y la esquizofrenia, asumiendo misiones planetarias o históricas, enfrentamos transformaciones radicales. Por eso, no debe extrañar la obsesión por el control de la opinión pública, el asalto a los contrapoderes, el establecimiento de objetivos de política innegociables, la invasión del espacio público y el uso masivo del dinero del contribuyente para asegurar electorado deviene programa único de gobierno. En estas condiciones no hace falta ser Stuart Mill para comprender que así no puede sobrevivir el gobierno representativo, y no sobrevivirá.
Si algo extraordinario no lo remedia, encaminamos pues, una forma u otra de tiranía. Sin descartar siquiera la denominada tiranía auténtica, esa que no pocas veces se ha aludido en la literatura distópica y que se explica por el proceso de alienación que embriaga la población hasta tomar formas religiosas. La exageración y el simplismo, generando una asfixia que hace pensar que poco o nada se puede hacer. Una masa instalada en la sugestión y el activismo, autoritaria y despótica, controla ya el relato, la información y la educación. Consecuentemente, también la acción.
No disponemos de mecanismos eficaces para luchar contra algo así. Contra creencias generalizadas y sólidamente establecidas. Creencias que por muy absurdas que puedan resultar, desde las identitarias a las fórmulas de paraíso comunista o ecologista, también aquellas que atentan contra las reglas esenciales de la biología o las que consisten en negar la fuerza de los hechos o las matemáticas, son hegemónicas. Y la historia, aún en plena revisión, nos demuestra que nunca la estupidez y el delirio fue obstáculo para su triunfo, con la participación entusiasta de la clase dirigente y las denominadas élites. Ni siquiera la ofensa, porque hasta la ofensa, como vemos estos días, también es ya objeto y deseo de monopolio.
- Juan J. Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho Administrativo