Fundado en 1910
TribunaManuel Sánchez Monge

Recuperar la capacidad de asombro

El peor enemigo del asombro es el orgullo. Quien no está dispuesto a sentirse pequeño y reconocer la grandeza de quien tiene delante no sentirá nunca la emoción del asombro

Actualizada 01:30

El asombro es un requisito para que cada día pueda comenzar en nosotros algo nuevo, para salir de los viejos y manidos patrones de percibir y vivir. Asombro significa estar abierto a lo nuevo y reconocer, en lo cotidiano, la maravilla, el milagro. Aquello ante lo que quedo como paralizado porque me impacta hasta en lo más íntimo: no me satisface lo superficial y me siento transportado fuera de mí mismo. Contemplo algo maravilloso, algo que todavía no puedo comprender. Me admiro y esta admiración me lleva a contemplar con más precisión para intentar captar su secreto, el misterio que encierra. No pretendo en absoluto dominarlo, sino que me abro al misterio, para que él pueda penetrarme y transformarme. Cosas aparentemente vulgares se cargan de significado cuando las contemplo a una nueva luz: entonces son más de lo que aparentan a una mirada descuidada y superficial. Todo nos habla del misterio de nuestra vida, más allá de la utilidad y el interés. «Sólo hay dos formas de vivir. O bien como si nada fuera un milagro o como si todo fuese un milagro» (Albert Einstein).

El asombro no es una mera sorpresa, ni mucho menos es temor o sobresalto. El asombro es admiración, si se quiere una admiración sorprendida por lo inesperada, por lo extraordinario de lo que tenemos delante. Nos asombran las cosas grandes, los grandes acontecimientos, los grandes fenómenos de la naturaleza y –cómo no– la grandeza moral de algunas personas. El asombro produce admiración, confianza, gratitud, acercamiento. Nos pone al borde de la adoración. El asombro es el umbral de la religión y de la fe.

El reflejo inmediato del asombro es la humildad, la sensación de la propia pequeñez. La humildad es condición y consecuencia del asombro. Esta fue la reacción de Pedro al descubrir la grandeza de Jesús: «Apártate de mí, que soy un pecador». Pedro se dio cuenta de que aquel Rabí estaba ungido por la presencia de Dios. En las palabras y en las obras de Jesús se manifestaba el poder de Dios con mucha más fuerza y claridad que en la zarza ardiente de Moisés.

El peor enemigo del asombro es el orgullo. Quien no está dispuesto a sentirse pequeño y reconocer la grandeza de quien tiene delante no sentirá nunca la emoción del asombro. Quien se siente centro del mundo no reconoce nunca nada grande ni extraordinario a su lado, no tiene ojos para ver el esplendor de Dios en la oscuridad de la noche. Vemos a nuestro alrededor lo que amamos en el fondo de nuestro corazón.

El problema no es la ciencia, ni el desarrollo ni siquiera la abundancia de bienes materiales. El problema es el orgullo, este estúpido orgullo que nos hace pensar que el mundo es obra nuestra y podemos jugar con él a nuestro antojo. Vemos el mundo como mercancía. Nos falta la sabiduría del asombro, que es sentido del misterio, capacidad para vislumbrar el rostro de Dios que está detrás de todas las cosas.

  • Manuel Sánchez Monge es obispo de Santander
comentarios

Más de Tribuna

tracking