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tribunaJosé Ignacio Palacios Zuasti

Unas historias desconocidas y sorprendentes

El capitán Palacios, del que no soy pariente, fue repatriado en el Semíramis, un barco fletado por la Cruz Roja francesa, que llegó a Barcelona el 2 de abril de 1954, después de haber «dado ejemplo de las más altas virtudes castrenses» y haber escrito con su conducta un tratado de honor y de moral militar

Actualizada 01:30

No hay como una sombra y un buen libro para defenderse de las olas de calor agosteñas. He sobrevivido a una de ellas leyendo Embajador en el infierno, la obra de Torcuato Luca de Tena en la que narra las memorias del capitán Teodoro Palacios Cueto (Potes, 1912 – Santander, 1980), hecho prisionero de guerra en Rusia en febrero de 1943, donde permaneció cautivo once largos años en diez campos de concentración, siendo juzgado tres veces y otras dos condenado a muerte, en donde hizo gala de su fidelidad a España y a su Ejército, mantuvo siempre la misma actitud ante las arbitrariedades, amenazas y castigos sufridos, y exigió el respeto debido a su categoría de oficial. En esos años fue defensor y ejemplo vivo para sus compañeros de cautiverio que en todo momento le consideraron el jefe moral de los españoles y los extranjeros le titularon como «el último cabalero sin tacha y sin miedo». El capitán Palacios, del que no soy pariente, fue repatriado en el Semíramis, un barco fletado por la Cruz Roja francesa, que llegó a Barcelona el 2 de abril de 1954, después de haber «dado ejemplo de las más altas virtudes castrenses» y haber escrito con su conducta un tratado de honor y de moral militar.

De Palacios sabía los trazos gruesos de su biografía y este libro de Luca de Tena me ha servido para conocer en detalle su comportamiento tanto en la guerra, por el que le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando, como toda la odisea de su largo cautiverio: sus tres huelgas de hambre, las cuatro cartas que envió al ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, Molotov, la Historia de España que escribió para uso de los «soldadicos» cautivos, la «Universidad» que creó e improvisó para intercambiar clases de idiomas entre prisioneros de diversas nacionalidades y el servicio de ayuda alimenticia a los compañeros enfermos o depauperados que implementó. Pero con él, también, he descubierto dos odiseas paralelas que para mí eran totalmente desconocidas.

La primera es la de los barcos y tripulantes de la España republicana retenidos en Rusia que fueron enviados por el Gobierno de la República, a mediados de 1937, para cargar material de guerra y las autoridades soviéticas, sin explicar el porqué, de cada tres naves solamente permitieron regresar a dos, quedándose con la tercera. Así incautaron el Cabo Quilates y el Cabo San Agustín; el Ciudad de Tarragona, el Ciudad de Ibiza y el Isla de Gran Canaria; el Marzo, el Mar Blanco y el Inocencio Figueredo. Y este acto de piratería se lo hicieron no al Gobierno de los sublevados sino al de la zona republicana, en la que se gritaba «¡Viva Rusia!» y «¡Viva la Unión Soviética, libertadora de los pueblos!» y en la que tenía en sus filas a generales rusos.

Al concluir la guerra civil, una parte de la tripulación seguía en Rusia y les preguntaron si querían quedarse allí, regresar a la España «fascista» o ir a otros lugares. La mayoría deseaba volver a España, pero por miedo a ser tachados de enemigos solicitaron ir a terceros países, confiando poder llegar desde allí fácilmente a casa. Solamente fueron repatriados los muy pocos que se atrevieron a decir que querían volver a España. A los 45 restantes, los trasladaron a la prisión de Jarkof, donde fueron encerrados sin más explicaciones. En los años siguientes, morirían 21 y 6 se doblegarían a las presiones firmando el documento. Y, a los 19 restantes los trasladaron al campo de Karanga en el Turquestán donde se unieron al grupo del capitán Palacios, siguiendo desde entonces la misma suerte que estos.

Algo similar les sucedió a los 200 alumnos pilotos del Ejército de la República que Negrín envió a Rusia en 1938 para ser adiestrados. Al llegar, fueron recibidos con vítores y aplausos en la Escuela de Kirobabad donde permanecieron hasta el final de la guerra civil. Entonces, como a los tripulantes de los buques, les dieron la misma opción. 65 decidieron quedarse en Rusia. El resto, por el mismo motivo que los marineros, tampoco se atrevió a elegir España como destino y pidieron ir a terceros países. Por las presiones y amenazas posteriores, 40 más renunciaron a marcharse, 21 desaparecieron y los 74 restantes fueron sometidos a un lavado de cerebro para que cambiaran de parecer. Al final, a los 28 «recalcitrantes» los trasladaron a un campo de concentración en Siberia y diez años después, reducidos a la mitad por el hambre, la miseria y los malos tratos, se encontraron con el capitán Palacios en Borovichi, donde «las dos Españas borraron sus diferencias y se abrazaron para siempre en un abrazo de sangre y sacrificio y, codo con codo, lucharon juntas, sufrieron procesos y soportaron condenas». Como dice el laureado capitán: «¡En los campos de concentración de Rusia terminó para ellos la guerra civil!».

Tanto marineros como aviadores, enviados por el bando republicano, serían repatriados en el Semíramis en 1954, después de haber permanecido secuestrados durante 17 y 15 años respectivamente, sin haber sido juzgados ni condenados por ningún delito, sin ser prisioneros de guerra ni refugiados políticos, habiendo sido robados y destinados a trabajos forzados como mano de obra esclava para mantener en pie la economía de la URSS. Han pasado 70 años desde su regreso y, que yo sepa, Rusia jamás ha dado explicación alguna ni de estos hombres ni de los buques incautados.

  • José Ignacio Palacios Zuasti fue senador por Navarra
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