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TribunaJosep Maria Aguiló

Como un pequeño colibrí

De hecho, el primer título que había pensado para este artículo era 'Siempre soñé con ser un hombre fatal', pero también es verdad que en castellano lo de 'hombre fatal' no suena demasiado bien, pues parece que equivale casi a decir que uno es un poco caótico, inseguro y desastrado

Actualizada 07:15

Siempre soñé con ser un tipo duro, pero duro de verdad, como Clint Eastwood en la saga de Harry el Sucio, como John Wayne en la mayor parte de sus películas del Oeste o como Kurt Russell interpretando a 'Serpiente' Plissken en la película 1997: Rescate en Nueva York. Pero han pasado ya algunos años desde entonces y me temo que aún no he podido llegar a conseguir el objetivo de ser un tipo duro, un arquetipo que sería casi idéntico al del antihéroe desconfiado o al del hombre fatal.

De hecho, el primer título que había pensado para este artículo era 'Siempre soñé con ser un hombre fatal', pero también es verdad que en castellano lo de 'hombre fatal' no suena demasiado bien, pues parece que equivale casi a decir que uno es un poco caótico, inseguro y desastrado. En francés, en cambio, la cosa mejora mucho, pues el concepto de homme fatal puede ser entendido, con un poco de imaginación, como el equivalente masculino de la femme fatale, dicho sea en honor a ella.

«La mujer fatal, en el sentido clásico, sería alguien que utiliza su atractivo para manipular o controlar a otro ser humano, generalmente un hombre», afirmaría en una entrevista a la BBC la legendaria actriz Kathleen Turner, protagonista de Fuego en el cuerpo. Me parece una definición perfecta, que yo sólo ampliaría añadiendo que, posiblemente, las armas de seducción masiva no serían exactamente las mismas en un hombre fatal que en una mujer fatal, sobre todo por lo que se refiere al maquillaje y al vestuario.

Así, creo que resulta bastante difícil concebir a un tipo duro portando una larga melena y los labios pintados de rojo, o ataviado con un vestido sensual y sugerente, medias negras de seda y altísimos tacones de aguja. En una hipotética situación como esta, seguramente nos encontraríamos no frente a un antihéroe o un hombre fatal, sino ante una perfecta drag queen, un gran transformista o un émulo actual de los añorados Jack Lemmon y Tony Curtis en Con faldas y a lo loco.

Personalmente, siempre me encontré mucho más próximo a los dos protagonistas del western Los últimos hombres duros, Charlton Heston y James Coburn, que a aquella genial pareja cómica, pero creo que mis propias circunstancias biográficas casi nunca estuvieron en sintonía con mis anhelados propósitos de dureza.

En realidad, lo tuve ya muy difícil desde mi llegada a este mundo, cuando aún era un bebé y recién empezaba a gatear. Mi añorada madre me solía contar que cuando alguien me veía en la cuna, solía exclamar de manera invariable: «¡Qué niña más guapa!». La réplica de mi madre era entonces siempre la misma: «¡Es un niiiiiiiiño!». Lo decía normalmente de manera sosegada y tranquila, pero marcando mucho la 'i', como queriendo subrayar un cierto cansancio aclaratorio en esa cuestión de género tan concreta.

Por suerte para mi madre, y seguramente también para mí, la cosa se fue recomponiendo poco a poco en mi infancia, en mi adolescencia y, sobre todo, en mi primera juventud, en donde me esforzaba cada día por dar a los demás una imagen lo más pétrea y presumiblemente masculina posible. Baste decirles que a nivel indumentario iba vestido casi siempre como un verdadero cowboy de Ohio o de Arkansas. Además, normalmente llevaba barba de dos días, no me quejaba por nada y era muy poco hablador. En cierto modo, en aquella época sólo me faltaban las espuelas, el sombrero, el tabaco de mascar y el caballo para ser casi como Gary Cooper.

Yo creía que así acabaría conquistando finalmente a alguna compañera del trabajo o de la universidad, por ese toque algo misterioso y rudo con el que me adornaba, pero cuando el amor llegó por vez primera a mi vida, ya en la treintena, lo hizo por un camino del todo inesperado.

«Usted es como un pequeño colibrí», me solía repetir mi primera novia, Malén, una excelente persona con la que casi siempre nos tratábamos de usted, no sé ahora muy bien por qué. Nunca le llegué a preguntar por qué me veía como a un colibrí, pues cuando nos conocimos yo medía 1,80 metros y pesaba 75 kilos, pero tal vez se lo acabe preguntando finalmente algún día. Sea como sea, aquella imagen del colibrí me resultaba muy curiosa y tierna, y también me gustaba bastante, la verdad.

Con el paso de los años, otras personas también muy queridas me fueron comparando de manera sucesiva no con Jason Statham o con Gerard Butler, como hubiera sido mi deseo, sino con un duendecillo –por mi columna literaria 'Los duendes de la ciudad'–, una ardilla, un koala, un personaje de las tiras cómicas de Charlie Brown –el desamparado Linus con su manta– un búho o un osito de peluche.

Teniendo en cuenta todos esos precedentes y que hoy tengo ya sesenta y un años de edad, lo de llegar a ser algún día un tipo duro quizás no sea ya nunca posible para mí. Pero al menos me quedará siempre el consuelo de que en el pasado me compararon, respetuosa y cariñosamente, con un bondadoso duende urbano, un melancólico personaje de cómic o un pequeño, frágil y muy enamorado colibrí.

  • Josep Maria Aguiló es periodista
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