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noches del sacromonteRicardo Franco

Si ha resucitado, dónde está que no lo vemos

A Cristo no se le volvió a ver ni a oír, sino a través del brillo de los ojos y del susurro atrayente de algunas personas que entablaron amistad con otras, por la ligera paz que salía de los ojos y la boca de un vecino, de un amigo, de un esclavo, de un amante o de un tendero que se decía cristiano

Actualizada 04:30

La pregunta acerca de dónde está Jesús ahora es una pregunta que lanzaría cualquiera con sentido común y que no debería dejar indiferente al propio cristiano, ya que es él, por creerse tal anuncio, quién debería formulársela todos los días, y así depurar certezas y saber exactamente qué se ve hoy de aquel hecho invisible, milenario, que se mantiene en el tiempo, aunque a menudo parezca a punto de desaparecer bajo el molesto murmullo que los propios creyentes malentienden por evangelización.

La resurrección de Cristo es la verdadera piedra de escándalo para cualquiera con dos dedos de frente. Por que, a poco que se piensa, resulta algo excesivo para la razón, ya que el anuncio, en su pureza, consiste en que Jesús ha muerto y ha vuelto a la vida, según había avisado a lo largo de su breve predicación; es decir, que está ahora, entre nosotros, escuchando nuestras sandeces…

Que llegó a ser un personaje notorio y que murió de aquella trágica manera se puede ver en los relatos evangélicos: en las diatribas que se trajo con las autoridades religiosas de su tiempo; hecho este que, a menudo, queda como paradigma de la moralista posición farisaica por la que a menudo nos puede la querencia y que, sin embargo, también es de gran valor para saber quien llegó a ser Jesús dentro del judaísmo del siglo I.

Por que Jesús llegó a ser tanto que, una vez alcanzado el culmen de celebridad religiosa, (de hecho, unos y otros le preguntaban si era el mismo Mesías), tuvieron que matarlo para apagar su voz y su pretensión divina; de ahí, las camisas rotas de la ofensa y la blasfemia y los escupitajos. Pero a Jesús no lo castigaron y lo soltaron. No lo desterraron. No lo encarcelaron. No lo enviaron de esclavo a otra provincia del imperio. A Jesús, lo mataron.

Después, la tumba vacía, los relatos de apariciones, los encuentros con sus discípulos subrayan la resurrección (no lo valores o las virtudes), como el elemento central y machacón de la vida, predicación y muerte del carpintero de Galilea.

Desde entonces y alrededor de su figura, la historia ve echar a andar una realidad pequeñísima, pero real al fin y al cabo, como es la comunidad cristiana a partir de las aventuras y desventuras de sus apóstoles, misioneros, mártires, testigos y proclamadores de la fe en Jesús, siempre presente junto a ellos, en un mundo inabarcable que no esperaba impaciente ese anuncio acontecido en un lugar perdido de Oriente, sin infraestructuras ni cristiandades reconstruidas por los intelectuales de guardia.

Yo no sé si hoy acertamos a comprender la situación de aquellos primeros cristianos dentro de ese infinito paisaje de creencias, guerras, leyes inhumanas, extensiones de terreno que llevaban una vida para ser recorridas y que hacían pasar a aquellos hombres como pequeñas hormigas dentro del gran desierto del tiempo. Pero es necesario darse cuenta de que el cristianismo no se impuso por lógica, ni por fuerza, ni por el derecho a todas aquellas cosas que hoy tenemos tan en boca.

Directamente, el cristianismo tampoco se impuso a fuerza de apariciones puntuales y gloriosas de Cristo, con bandera imperial y huestes celestiales incluidas, ya que no se le volvió a ver. O, al menos, no se volvió a ver su rostro, sino a través de otros rostros que nada sabían de batallas o de posicionamientos culturales. A Cristo no se le volvió a ver ni a oír, sino a través del brillo de los ojos y del susurro atrayente de algunas pocas personas que entablaron amistad con otras, atraídas por la ligera paz que salía de los ojos y la boca de un vecino, de un amigo, de un esclavo, de un amante o de un tendero que se decía cristiano porque Jesús siempre estaba con él y ya no se sentía solo, como con los otros dioses de la palabrería.

Dos mil años después, acabamos de celebrar otra resurrección más para, lánguidamente, ir olvidándola como olvidamos todo, dejándola detrás de las intenciones y preocupaciones que creemos más urgentes, como si Él, en el fondo, sólo fuera un recuerdo folclórico que ya no tuviera que ver con la realidad y los dolores de hoy, o no tuviera que ver con el hecho de despertar cada mañana frente al mismo espejo que refleja nuestra progresiva decadencia.

Yo no sé si alguien, a estas alturas, se pregunta sinceramente dónde está Jesús; si este realmente ha resucitado. Y de ser así, es decir si sigue presente entre nosotros, dónde podemos haberlo dejado olvidado; dónde podemos haber escondido a un resucitado; dónde puede ser de nuevo encontrado, escuchado, amado, visto, acariciado. Dónde puede estar el mismo Jesús vivo. Porque un Cristo resucitado debería ser fácilmente reconocible. Y porque alguien puede tener esa sed perentoria por su presencia real. O puede sufrir esa necesidad dolorosísima de que nada de lo que realmente ama llegue a perderse para siempre, bajo las atronadoras pisadas de los mercenarios de valores y relatos.

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