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08 de septiembre de 2024

Abecedario filosóficoGregorio Luri

De Benatar a Benuzzi

Según Benjamin, el éxito de las películas de Disney no se debe ni a su forma ni al afán propagandista del imperialismo americano, sino al hecho de que «el público reconoce ahí su propia vida»

Actualizada 04:30

David Benatar

David Benatar es posiblemente el filósofo más pesimista de la historia de la filosofía. Si alguien lo duda, que consulte su The Case for Not Being Born. Dada la pesadez de la vida, nos dice, debiéramos, por compasión, dejar de tener hijos. Si queremos que no sufran, evitemos que nazcan. Tener un hijo es un gesto cruel e irresponsable, es arrojarlo a un mundo inhóspito lleno de picores, alergias, dolores, bostezos, horas y horas de hacer cola y de rellenar formularios.

Sin embargo, la dedicatoria de su libro «Better Never to Have Been» reza así: «A mis padres, a pesar de que ellos me trajeron a la existencia».

Julien Benda

«Esa pretensión de extasiarse ante las cosas mismas, al margen de cualquier concepción teórica que pueda aplicárseles, me parece la actitud exacta del siglo, esencialmente ávido de sensaciones y proscriptor de ideas.»

Walter Benjamin en Moscú

Walter Benjamín viajó a Moscú en el otoño de 1926. En su corazón llevaba la esperanza del reencuentro con Asja Lacis y en su cartera un artículo sobre Goethe para la Gran Enciclopedia Soviética. Pero en Moscú hacía un frío insoportable, Asja tenía otros amantes y le rechazaron su artículo por hacer excesivas referencias a la lucha de clases; Stalin no acababa de parecerse al Mesías y Benjamín, además, no hablaba ruso.

Walter Benjamin y Mickey Mouse

Quien quiera entender el presente, sostiene Alessandro Baricco en «Los bárbaros», no puede hacerle ascos a ningún elemento relevante del mismo. Y entre los fenómenos relevantes del presente se encuentra la cultura popular. Walter Benjamin, Gustav Glück y Kurt Weill no tenían reparos en hablar de Mickey Mouse cuando se reunían. Se lo tomaban en serio, sin despreciarlo como un producto menor de la subcultura imperialista yankee. Según Benjamin, el éxito de las películas de Disney no se debe ni a su forma ni al afán propagandista del imperialismo americano, sino al hecho de que «el público reconoce ahí su propia vida».

Jeremy Bentham

Cuando Jeremy Bentham murió, en 1832, dejó escrito en sus últimas voluntades que quería que se conservase su cuerpo incorrupto. Le hacía ilusión pensar que sus amigos y discípulos se reunirían a su alrededor para proseguir sus debates habituales. Sin embargo, el resultado de la momificación dejó mucho que desear. El rostro era tan irreconocible que sus amigos decidieron sustituir la cabeza auténtica por una reproducción de cera, pero para no desobedecer al maestro, depositaron la original entre los pies del extinto. El lugar elegido para guardar el conjunto fue el claustro sur del University College, de Londres.

Y aquí comenzó a jugar sus cartas el destino. En 1975 secuestraron la cabeza de Bentham y pidieron un rescate de 100 libras; en otra ocasión apareció de manera sorprendente en una consigna de la estación de Aberdeen. La gota que colmó el vaso fue cuando la triste cabeza de Jeremy Bentham amaneció en medio del campo de fútbol. A partir de ese día, se conserva en un lugar seguro. La cabeza de cera ha ganado definitivamente la partida.

Bentham: ¿Pueden sufrir?

Si los animales pueden sentir, entonces, concluye nuestro Gómez Pereira (1500-1567) en su «Antoniana Margarita», «los humanos somos crueles con ellos». Dos siglos después, Jeremy Bentham (1748-1832) afirmará el antecedente. En An Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1780) se muestra rotundo: «El asunto no es ¿pueden razonar? Ni, tampoco, ¿pueden hablar? Sino ¿pueden sufrir?» El animal es un ser tan sensible como el hombre y tan capaz como él de padecer. Por eso debemos evitarle el dolor.

Siempre me he preguntado por qué los animalistas no aplican este argumento al feto.

Benito Cereno

El 18 de octubre de 1941 Ernst Jünger, tras encontrarse con Schmitt en París, escribe en su diario: «Carl Schmitt compara su situación con la del capitán blanco de Melville, Benito Cereno, dominado por sus esclavos negros y por ello cita el siguiente aforismo: “Non possum scribere contra eum, qui potest proscribere».

Efectivamente, Carl Schmitt acabó presentándose a sí mismo, especialmente tras la derrota de Alemania, como el «Benito Cereno del derecho internacional».

El capitán español Benito Cereno es el protagonista trágico de un cuento homónimo de Hermann Melville. Oficialmente pasaba por el capitán del San Dominick, pero en realidad era el rehén de su propia mercancía, es decir, de los esclavos negros amotinados que lo obligaban con amenazas de muerte a representar verosímilmente la farsa de su autoridad. Lo que parecía una melancólica falta de interés de Cereno se explicaba cuando se comprendía que el supuesto criado que cada mañana lo afeitaba era, literalmente, el dueño de su cuello.

Enrique Tierno Galván, corresponsal de Schmitt, escribe en su Benito Cereno o el mito de Europa: «Nosotros, los humanos, estamos embarcados en un irremediable embarque, desde cuya irremediabilidad procuramos fingirnos viajeros y navegantes en un continuo conato de superación y olvido del hecho bruto de flotar. Flotantes desde el absurdo hacia el absurdo, somos, en cuanto criaturas existentes, simples conatos de racionalidad". Somos como Cereno, sabemos que “el barco no va a ninguna parte y que el intento de gobernarlo es inútil».

Schmitt leyó el texto de Tierno y le escribió a López Ballesteros (15-11-1951): «Tierno considera a Benito Cereno como un símbolo de España, yo lo considero como el símbolo de la inteligencia en un sistema totalitario. Pero todos los verdaderos mitos tienen significados infinitos».

Benuzzi

En enero de 1943, Felice Benuzzi, miembro del servicio colonial italiano en África, huyó del campo británico en el que se encontraba preso dejando una nota para el comandante en la que se comprometía a regresar. Su propósito era alcanzar la cima del monte Kenia -5.199 metros-, cuyo penacho, emergiendo retador entre las nubes, contemplaba melancólico cada día desde el campo. Y regresó. El comandante, tras alabar su espíritu deportivo, lo castigó a 28 días de reclusión… de los que finalmente cumplió 7.

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