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«Los secundarios» de Isabel Bono

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«Los secundarios»: bienvenidos a la cofradía de los nadie

Isabel Bono rescata dos personajes de su anterior novela para retratar la anhedonia de la vida moderna y las bolsas de soledad y resentimiento que acumulamos

Existe un nuevo lumpen en la gran ciudad: no son ya los obreros azotados de Zola o los pensionistas de guerra de Emmanuelle Bove, sino los solitarios y desplazados, la cofradía de los nadie, secundarios y actores de reparto, descartes hasta de su propia película. El individualismo, la ruptura de los lazos sociales, la competitividad y las reglas de la happycracia, los ha hecho emerger con brillo nigérrimo. A esta «cofradía de los nadie» (el copyright es mío) pertenecerían Rubén y Amalia, criaturas dostoievskianas del subsuelo. O, lo que es lo mismo, de los condominios anónimos de la urbe moderna.

En este libro, las escaleras, los ascensores y los apartamentos huelen fuerte: a moho, a lentejas y a lejía. Y las casas suenan de noche con el ruido de orín en el piso de arriba o el crujir de un mueble desplazado. Es a través de este lenguaje como se relacionan los protagonistas con el mundo; el resto del tiempo se les pasa en evitar a los demás. «No quiero crear vínculos con nadie», dice Rubén; «No puedo convertir en costumbre esto de huir», se reconviene Amalia.

«Los secundarios» de Isabel Bono

tusquets / 176 págs.

Los secundarios

Isabel Bono

Los secundarios es una derivación, lo que en cine llamaríamos spin-off. Isabel Bono (Málaga, 1964) rescata dos personajes de su anterior novela (Diario del asco, 2020) y los cruza tras un corto periplo de anonimato y decepción. La novela es breve y descarnada en sus inicios, tal vez incluso sórdida, pero mueve más a la piedad que al asco. Rubén y Amalia tienen ya una edad (del primero sabemos que son 53) y esa perspectiva de haber amortizado gran parte de sus vidas añade desaliento al relato. Si este libro viniera con una nube de tags, saldría algo así: asco, resentimiento, rencor, desamparo, miedo... Son dos inadaptados, con la conciencia de no tener nada propio. Cuando se encuentren brindarán «por los perdedores».

Bono nos ofrece más carga biográfica de Rubén: gay, con amores contrariados, de padre machista y madre alcohólica y suicida. Tal vez demasiado melodramático todo, el cliché de alguien que tiene motivos para albergar justo resentimiento contra el mundo. En cuanto a Amalia, ex mujer de Matías (protagonista de la anterior novela), se centra más en pequeños cuadros neo-costumbristas de la cotidianidad atomizada: minirelatos que acaban en el supermercado, por ejemplo, y ofrecen algún tipo de blanda epifanía. Hacia la mitad del libro, se encuentran de casualidad y la autora hace «respirar» la historia, como propone la profesora del taller de literatura de Amalia. En curioso verlos interactuar: son dos solitarios, pero uno silencioso y la otra verborreica.

Si este libro viniera con una nube de tags, saldría algo así: asco, resentimiento, rencor, desamparo, miedo...

Cortito y concentrado, de prosa clara, el libro, excepto en algunos detalles, no obliga al lector a remitirse a Diario del asco. Sí queda cierta sensación de apéndice, de que la autora sólo quería pasar un rato más con estos personajes. La breve obra narrativa de la malagueña se articula alrededor de los grandes dramas: muerte, suicidio, soledad, depresión. No hay grandilocuencia ni moralina en Los secundarios para enfrentarse a ello, y se agradece, aunque sí hay cierta inmadurez. No digo por parte de la autora sino de los personajes, que en ocasiones parecen hablar más desde los quince, veinte o a lo sumo treinta años que desde la cincuentena. Ni siquiera es una crítica: para Rubén y Amalia la vida se detuvo un poco en esos años promisorios.

El tiempo presente y la primera persona dominan la narración, pero a veces Bono vira al pasado y la tercera persona incluso en el mismo párrafo. Es anárquico más que programático, pero tampoco resta nada. Lo más notable de Los secundarios es el cuadro general de la anhedonia moderna, esa pintura de gentes como nosotros o nuestros vecinos, cada uno con sus resentimientos callados tratando de evitar las interacciones. Los franceses llaman «espíritu de la escalera» a esas frases de respuesta que te llegan de improviso cuando ya ha terminado la conversación: las sendas diatribas de Rubén y Amalia contra el mundo, sus familias y sus vecinos son algo así, un ajuste de cuentas de consumo interno. Con la diferencia de que nunca ha existido realmente una conversación.

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