Atropellados por la realidad
Había que estar muy ciego para no ver que, por muy atados en corto que Yolanda Díaz mantuviera los sindicatos de clase, el país estaba a punto de estallar
Llegó a la Moncloa con el viento de cara. Su primer paso le condujo directamente a los libros de historia: es el primer candidato que se convierte en presidente como consecuencia del triunfo de una moción de censura. Tras los escándalos de corrupción y los duros años de recortes que hicieron antipático a su antecesor ante la opinión pública, solo tenía que seguir confiando en la política de compra de deuda del Banco Central Europeo y en un crecimiento, aunque por debajo del potencial, sostenido, para evitar que la economía le dejara en la cuneta como a Zapatero. Haciendo virtud de la necesidad de agradar a Podemos, podía incluso permitirse el lujo de subir unos cuantos impuestos para repartir después la recaudación entre los colectivos más propensos a darle su voto en las próximas elecciones.
El gravísimo problema de Estado que planteaban los separatistas catalanes, para él no era tal. Con una mano, concedió indultos sin rubor para contentar a una parte de su electorado. Con la otra, entretenía a los nacionalistas en unas cuantas mesas de negociación. Pedro Sánchez podía prometérmelas felices, sería el presidente de la segunda transición, la que abriera a España otras tantas décadas de prosperidad socialdemócrata y confederada.
Hasta que la covid, que, en Moncloa, no vieron o no supieron ver, truncó sus sueños. Y, a pesar de todo, no salió tan mal librado. El descargo de responsabilidades entre las comunidades autónomas, el temor de los ciudadanos a una enfermedad desconocida y su extensión a lo largo y ancho del planeta han jugado su favor. Solo una muesca: la rotunda derrota de su partido en Madrid, que se ha quedado en nada ante la bronca interna del Partido Popular. Después del ómicron, solo había que enderezar la actividad económica con la ayuda de la ingente inyección de fondos procedente de Bruselas para, con una pizca de marketing y otro tanto de demagogia populista, poner a soplar las velas rumbo a la victoria en la reelección.
Hasta que la subida de los precios de las materias primas, primero y la invasión de Ucrania, después, han acabado por desbaratar la legislatura. Dirán sus palmeros que ha tenido mala suerte, pero lo que los hechos muestran es que a este gobierno, hábil en golpes de efecto, titulares y docuseries, la gestión le viene muy, muy grande.
Había que estar muy ciego para no ver que, por muy atados en corto que Yolanda Díaz mantuviera los sindicatos de clase, el país estaba a punto de estallar. No serían los funcionarios ni los trabajadores de la industria, los más obedientes a las consignas de UGT y Comisiones Obreras, los que en enero percibieron la correspondiente subida salarial. Es la España obrera, la de los autónomos, la de los ganaderos, la de las pequeñas y medianas empresas, la que ya no puede más. Entre subidas de precios y de impuestos, tasas verdes e incrementos de salario mínimo y cotizaciones, no es que no le llegue la camisa al cuello, es que le cuesta dinero ir a trabajar.
Y no lo han visto o no lo han querido ver. Hace meses ya que el síndrome de la Moncloa les nubla la vista. Se equivocarán de nuevo si culpan a los camioneros del desabastecimiento de los supermercados, se equivocarán si enfrentan a la gran patronal de la distribución con el transporte. Hasta los ganaderos que se han visto obligados a tirar la leche, que sudan temiendo que no lleguen los piensos para sus vacas o sus cerdos, son comprensivos con el paro. Tanto o más que los ciudadanos.
La ceguera del Gobierno, que creyó conjurar el problema cuando se desconvocó la huelga a las puertas de Navidad, persiste cuando ofrece a cada camión 1.300 euros al año, que quién sabe cuándo llegarán. Solo un firme recorte de impuestos repercutirá de forma inmediata y directa sobre el bolsillo de cada ciudadano. El problema es que, con una economía tan maltrecha, para reducir los ingresos de Hacienda, hay que coger las tijeras y empezar a recortar gasto público, porque Bruselas ya ha puesto fecha a la exigencia de equilibrio fiscal: 2023. Ya hemos vivido meses y meses del marketing político, ahora toca comer sapos.