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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Begoña Gómez

¿Cómo que no se pueden pedir explicaciones a la mujer del presidente si se beneficia de su posición a la vera de quien toma todas las decisiones?

Actualizada 01:30

Seguramente Begoña Gómez asume una parte injusta de la bilis que excita su marido, con ese sobrenombre soez, innecesario y vejatorio de «Begoño» con el que pretenden equipararla con un usuario de la mamarracha ley trans.

Ni los más furibundos detractores de El Icono, que al final va a serlo pero de corrupción, pueden compartir y repetir un asqueroso ataque personal a una mujer que tiene su corazoncito, aunque se lo cuiden con mimos y lujos en la Moncloa. Todo tiene un límite y el insulto personal, del que uno no puede defenderse porque no tiene réplica argumentada, marca esa aduana entre lo tolerable y el abuso.

Pero dentro de esa frontera sí está preguntarse por las ocupaciones de la mujer de Sánchez cuando éstas parecen vinculadas a la actividad de su marido o cuando parecen ejercer en nombre de las atribuciones, poderes o influencia de éste.

Y ahí hay demasiados capítulos como para atender la regañina sonrojante de María Jesús Montero, indignadísima tras conocerse las reuniones de la primera dama oficiosa con miembros ilustres del «Cártel de las Mascarillas» y clientes de éste.

¿Cómo que lo que haga Begoña pertenece a la esfera privada si tiene consecuencias públicas? ¿Cómo que hay que dejar fuera de la polémica política a personajes que no se dedican directamente a ella pero viven de ella, con ella y para ella? ¿Cómo que la mujer de un presidente puede mantener reuniones con empresarios cuyo futuro inmediato depende de decisiones del presidente?

Nadie ha desmentido que Gómez se reuniera, no se sabe si en la Moncloa o en otra marisquería, con el empresario detenido en la operación de la Guardia Civil conocida como el caso Koldo. Ni que en el encuentro estuviera el responsable de Globalia y Air Europa, beneficiario poco después de un rescate mastodóntico con dinero público de varios cientos de millones.

Y no lo han desmentido porque no pueden. ¿Y para qué puede interesarles a dos personas así ver a Gómez si no es por su capacidad de influir en las decisiones de su esposo?

De Gómez sabemos que, al comienzo de su primera legislatura, viajó a Estados Unidos con Sánchez, sin formar parte de la comitiva oficial, para desarrollar allí una «agenda privada».

Sabemos también que logró una especie de cátedra en la Complutense y la dirección de un centro africano, creada ex profeso para ella por el Instituto de Empresa, que abandonó sin explicaciones poco antes de que España revolucionara sus relaciones con Marruecos y, en un año, pasara de ofender a Rabat con la hospitalidad para el líder del Frente Polisario a someterse a Mohamed VI con el Sáhara, espionaje al móvil mediante.

Gómez, en fin, no tiene actividades «privadas» si chocan, se alimentan o progresan gracias a su privilegiada cercanía al presidente del Gobierno: su condición de esposa sin atribuciones oficiales no puede ser un disfraz para actuar en la clandestinidad sin dar explicaciones; debe ser una carga para limitar su actividad a funciones alejadas de la esfera pública.

Y no es el caso. Todo su progreso laboral comienza con la llegada de su pareja a la Moncloa, lo que en sí mismo ya contradice el sabio mandato vinculante para la mujer del César. Y ahora, además, escucha, intermedia o trabaja –los términos de la relación tampoco los conocemos– con el sospechoso de lucrarse con el drama de la pandemia, en un contubernio infame de socialistas, y con el recomendado por éste para sanear su empresa con el dinero de todos, gracias al visto bueno del presidente.

A Gómez, y a su marido, hay que sentarlos en una Comisión de Investigación, en un banquillo o en las dos cosas. Y preguntarles si todo esto lo hicieron gratis o si, también ellos, se han lucrado con esta mafia repugnante que vio en la muerte y el virus una magnífica oportunidad para enriquecerse. Ya están tardando ambos, para empezar, en comparecer y dar explicaciones. Si es que pueden.

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