¿Importa la verdad?
Si queremos salir de esta crisis, no necesitamos más controles estatales ni un comité que nos dicte lo que es verdad. Necesitamos ciudadanos comprometidos, informados, con la capacidad crítica para discernir entre hechos y emociones
El sábado pasado fui amablemente invitado a participar en unas jornadas organizadas por la Fundación NEOS y el Centro CEU-CEFAS, tituladas «Verdades que cuentan». Fueron dos días de interesante conversación, reflexión y análisis sobre algo que debería ser incuestionable: la importancia de la verdad en la política, la historia y la comunicación.
Que tengamos que celebrar eventos para recordarnos a nosotros mismos que la verdad importa dice mucho sobre el estado en el que se encuentra Occidente. Hay algo profundamente desolador en que lo más básico, lo que debería ser el pilar indiscutible de nuestra sociedad, ahora necesite ser defendido a capa y espada. Estamos en un Occidente empeñado en su propio suicidio moral y cultural, lo que sin duda llevará a la muerte política y económica.
Este fenómeno no ha surgido de la nada. Durante décadas, hemos permitido que narrativas como el posmodernismo, el relativismo moral y el culto a las emociones permeen nuestras sociedades. Como resultado, hemos llegado un mundo en el que la verdad ha sido relegada a una opción más en un vasto abanico de narrativas, para que cada cuál elija la que le plazca.
Ya no buscamos lo que es objetivamente cierto, sino lo que nos hace sentir bien, lo que confirma nuestras creencias preconcebidas. Si la verdad incomoda, se descarta; si una mentira reconforta, se adopta. Vivimos en un mundo en el que lo que prevalece no es lo que es, sino lo que se siente. Un ejemplo claro de esta perversión es la ideología trans, que sostiene que la biología no existe, que la realidad es simplemente una cuestión de puro capricho personal.
Si bien la academia ha sido la incubadora de estas ideas venenosas, los medios de comunicación han sido los grandes responsables de su difusión masiva. La televisión, el cine, las redacciones y, ahora más que nunca, las redes sociales, no solo han absorbido estas narrativas, sino que las han amplificado hasta el punto de convertirlas en la norma. Y no es una casualidad. Generaciones de guionistas, periodistas y creadores han bebido de esta fuente posmodernista y relativista, y ahora promueven las mismas distorsiones que aprendieron en las aulas.
Es cierto que no todo es ideología. Hay algunos factores estructurales que han favorecido esta situación: la tecnología y la economía de los medios. En un mundo donde las plataformas digitales y las redes sociales han transformado radicalmente el modelo de negocio de los medios tradicionales, la lucha por captar la atención se ha vuelto despiadada. La información ya no es simplemente algo que se consume con reflexión; ahora es una mercancía que se vende al mejor postor, en tiempo real, siempre compitiendo con miles de otras narrativas.
La información e, incluso, la propia realidad se ha hiperfragmentado. Ya no se trata de ofrecer la verdad, sino de ganar la guerra del clic. En esta batalla, los hechos no importan; lo único que cuenta es lo que genera más emociones, más polémica, más engagement.
Hemos llegado a lo que muchos llaman la era de la posverdad o la desinformación. Vivimos inmersos en nuestras propias cámaras de eco, donde estamos cautivos, expuestos únicamente a las narrativas que refuerzan nuestras creencias preexistentes. La información ya no se mide por su veracidad, sino por su capacidad para impactar en audiencias concretas, confirmar sesgos y dividir. Importa –a nivel ciudadano y a nivel periodístico– mantener nuestro relato en pie, importa ganar al otro, importa satisfacer a nuestro propio grupo ideológico. Nuestro propio grupo nunca 'desinforma' pero el otro lo hace constantemente, claro.
Pero lo más preocupante es que las soluciones que se están proponiendo para combatir esta crisis son, en su mayoría, peores que el problema original. Nos enfrentamos a un escenario en el que la respuesta a la desinformación parece ser más control, más intervención estatal y, en última instancia, más censura.
La censura y el control de la información se han vuelto moneda corriente, con el pretexto de «luchar contra los discursos de odio» o «luchar contra la desinformación». Las plataformas tecnológicas ya llevan años censurando con esta excusa, condenando o cancelando cualquier verdad que no sea políticamente correcta.
Esto de los discursos de odio es la típica estrategia de la izquierda para ganar más poder. Bajo la apariencia de compasión por los ofendidos, lo que realmente se busca es más control. Se presentan como los protectores de los débiles, pero lo que realmente buscan es monopolizar la capacidad de decidir qué se puede decir y qué no. No es compasión; es poder.
Y ahora, ya no son solo las plataformas, sino los gobiernos mismos los que buscan controlar la información, con la misma excusa: luchar contra el odio o la desinformación. ¡¿Los gobiernos, los más mentirosos, manipuladores y desinformadores de todos, ahora van a luchar contra esos mismos males!? ¿Qué podría salir mal?
Lo que puede, va a salir mal es que algunos (por no decir todos…) crearán su propio Ministerio de la Verdad. No se trata de proteger la verdad, sino de controlar la narrativa. La historia se reescribe, el lenguaje se manipula, y solo se narra lo que el poder quiera que se narre en cada momento.
Es absolutamente inevitable que lleguemos a esto. Si le das a los políticos y burócratas el poder de decidir lo que es verdad o no, acabarán llamando 'verdad' a lo que les interesa y 'mentira' a lo que no les interesa. Esta misma semana, Hillary Clinton admitía en la CNN que si las plataformas no «moderaban» el contenido, «perdemos el control total». Nunca aclaró qué significa moderar, ni quiénes perderían ese control…
Si queremos salir de esta crisis, no necesitamos más controles estatales ni un comité que nos dicte lo que es verdad. Necesitamos ciudadanos comprometidos, informados, con la capacidad crítica para discernir entre hechos y emociones. Los medios de comunicación, por su parte, deben recuperar su responsabilidad primordial: ofrecer información veraz y contrastada, asumiendo su papel como guardianes de la objetividad, no como propagadores de emociones ni de narrativas ideológicas concretas. Solo así, entre una ciudadanía crítica y unos medios responsables, podremos restaurar el valor de la verdad.
Acabé mi charla en las jornadas con una cita muy apropiada de Hannah Arendt:
«El resultado de una constante manipulación de hechos y de mentiras no es que las personas crean en esas mentiras, sino que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede creer en nada no puede decidirse por nada. Se les priva no solo de su capacidad de actuar, sino también de pensar y juzgar. Y con tal pueblo, entonces, se puede hacer lo que se quiera.»