Giorgia Meloni
La italiana es la mejor noticia para Europa en años y, si no se la cargan, obligará a mover el trasero a los burócratas indefinidos
Giorgia Meloni es seguramente el personaje político más sugerente que ha surgido en Europa desde hace lustros: es audaz pero no temeraria y atrevida pero no incendiaria, que suelen ser los registros que facilitan la adjudicación frecuente de la etiqueta de radical.
Hay que ser radical en todo menos en las formas, que conceden una ventaja al rival y alejan la posibilidad de abordar los problemas, sustituyendo un debate razonable sobre todo, incluso los asuntos más espinosos, por una bronca verdulera abocada a la parálisis.
Europa no debate sobre casi nada desde hace lustros, lastrada por prejuicios, temores y una tediosa burocracia que equipara a dirigentes tan en principio alejados como Pedro Sánchez y Úrsula von der Leyen, presos de la coraza que voluntariamente se han puesto para esconder su incompetencia y su cobardía con los disfraces más variados, con los resultados inevitables y ya por todos conocidos.
No tenemos una defensa común, no fabricamos ni las cuerdas de los yoyós, en I+D nos gana hasta el tonto del pueblo, pintamos en el mundo lo mismo que un pingüino de Humboldt en el Gobi y confundimos la defensa de las minorías con el imperio de las anomalías, permitiendo que los mejores valores alumbrados por la humanidad se diluyan en una charca de falsa tolerancia hacia el delirio cultural, sexual o confesional.
Todo ello se resume en la galopante ausencia de una política migratoria decente, que provoca a la vez dos fenómenos aparentemente opuestos e incompatibles: una invasión imposible de gestionar y un incremento de la mortalidad en los movimientos masivos de seres humanos.
La instalación de campamentos en Albania, que es la vistosa aportación de Meloni al debate, no solventa nada, pero obliga a discutir sobre el asunto de fondo y entierra un discurso buenista y mortal: nada ha provocado más ahogamientos en el Mediterráneo o el Atlántico que el estúpido efecto llamada a una Arcadia que acaba siendo, para el que puede llegar, un catre en un campamento vallado o una vida clandestina en cualquier callejón mundano.
Europa ha permitido que las mafias y el yihadismo se forren con el tráfico de personas, con el mismo tipo de política estúpida que desvencija el sector primario y el industrial en nombre de un ecologismo idealizado e inútil que solo da ventajas a sus competidores.
Y es ahí donde Meloni, sin pegar voces, pero sin dar un paso atrás, ofrece una alternativa a la parálisis o el alarido, que son los dos registros habituales del establishment europeo, una recua de tibios con ínfulas que gestiona la vida por inercia sin darse cuenta de que el resto del mundo se aprovecha de ello, no hace rehenes y no va a esperar a que espabile.
Lo importante de la primera ministra italiana, y quizá también de la socialdemócrata danesa Mette Frederiksen, no es que acierte poco o mucho, sino que saca del cajón los problemas reales, los expone a la luz, hace un diagnóstico y se atreve con una terapia: una mala medicación tiene remedio si se actúa a tiempo; echarse en manos de sanadores, cuentistas y vendedores de crecepelo aboca a una muerte segura.
Meloni es un médico en un colegio de curanderos y eso, en los tiempos que corren, es una espléndida noticia: nunca desecha un buen tacto rectal si con ello detecta un pólipo.