El sentido de nuestro tiempo
Hay quienes piensan que el pueblo siempre tiene razón. Otros, que solo la tiene si decide de acuerdo con sus particulares preferencias. Otros, en fin, que nunca la tiene
Acaso pueda afirmarse sobre el resultado de las elecciones en Estados Unidos, lo que Julián Marías dijo sobre el final de la guerra civil española: los injustamente vencedores y los justamente vencidos. El resultado es mejor por los males que evita que por los bienes que pueda producir. Ignoro si la victoria de Trump es un bien, pero sé que la derrota de su adversaria sí lo es. Tal vez estemos ante los renglones torcidos de la libertad.
Dijo Tocqueville que la democracia era más justa que la aristocracia, pero que ahí terminaban sus ventajas. Hay quienes piensan que el pueblo siempre tiene razón. Otros, que solo la tiene si decide de acuerdo con sus particulares preferencias. Otros, en fin, que nunca la tiene. Por mi parte, considero que ni la tiene ni no, pues no se trata de un asunto de razón ni de verdad. El sufragio universal nada tiene que ver con la verdad ni con la bondad.
El valor de la democracia reside en la justicia. Ni siquiera en la libertad, pues es la igualdad su pasión dominante. Lo que no puede garantizar es la existencia de un gobierno sabio e ilustrado. Más bien, tiende a dificultarlo. La democracia mantiene relaciones incómodas con la excelencia. En cualquier caso, no es razonable esperar un gobierno ilustrado procedente de un pueblo ignorante.
Concluía el gran pensador francés su maravilloso libro La democracia en América con estas sabias palabras: «Las naciones de nuestros días no pueden hacer que las condiciones no sean iguales en su interior, pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria». Es quizá inútil esperar que nos gobiernen hombres sabios. Solo cabe confiar, y obligarles en su caso, que caminen por la senda de la libertad, las luces y la prosperidad, y no por la de la servidumbre, la barbarie y la miseria. Es decir, la democracia puede conducir a estas tres últimas. Nosotros ya deberíamos saberlo.
Quizá el aspecto más valioso del hecho de que la izquierda del Partido Demócrata haya quedado varada resida en sus consecuencias intelectuales y morales, en general, culturales. La izquierda radical más reciente acusa a la derecha, naturalmente fascista, de ser la casta privilegiada que vive instalada en una burbuja y no entiende la realidad. Ahora debería aplicarse a sí misma el diagnóstico. Ellos son la casta y la burbuja. Una casta privilegiada e ignorante que confunde la parte de la sociedad con el todo, y aspira a imponer sus desvaríos ideológicos a todos los ciudadanos. Acaso muy pronto veamos en las primeras páginas de los libros un imprimatur «con licencia progresista». No aprenden nada porque piensan que lo saben todo. Creen que América es Hollywood y Harvard, mientras ignoran que muchas de sus grandes universidades solo lo son por su tamaño.
La izquierda radical quiere hacerse con el monopolio de la intolerancia. Es curioso cómo el relativismo puede conducir al dogmatismo y al totalitarismo. Con razón habló Benedicto XVI de la «dictadura del relativismo». Pero se trata más bien de un relativismo impostado y solo de ida, pero no de vuelta. Son relativistas para atacar al rival, pero no para defender sus falacias. Por ejemplo, si uno cree en Dios, le dirán que es su opinión, pero que eso es relativo, pero si exhibe su ateísmo le dirán que está en la verdad. Si uno proclama el error moral del aborto, le espetarán, en el mejor de los casos, que eso es su opinión relativa, pero si sostiene que se trata de un derecho, le acogerán como a un hombre sabio que vive en la verdad. Y hablarán de la «derecha intransigente».
Hace décadas eran monomaníacos: el mal era el capital. Ahora la tabarra ha dejado de ser económica para convertirse en transversal, universal, absoluta. La necedad de la izquierda es mucho peor que la de la derecha porque no descansa y lo abarca todo. Los gansos del Capitolio ya no se limitan a advertir de la llegada de los galos, sino que aspiran a legislar y a ocupar escaños en el Senado.
Otra cosa habría sido la historia de Europa en el siglo pasado si la influencia de Tocqueville hubiera superado a la de Marx. Es verdad lo que afirmó Luis Díez del Corral: quien no se ha dejado cautivar por su pensamiento difícilmente acertará a ver con claridad el sentido de nuestro tiempo.