Trump no me representa
Trump no es un monstruo ni un demonio. Es un pragmático con enorme olfato político que, a diferencia de sus rivales demócratas, ha sabido conectar con las inquietudes de buena parte de la sociedad americana
Su rotunda victoria de esta semana en las elecciones americanas merece que la figura política de Donald Trump se analice con algo más de respeto y ecuanimidad de lo que se ha hecho hasta ahora. Trump ha barrido a los demócratas, a los medios de comunicación clásicos, a los numerosos opositores que tenía en el partido republicano y a las élites culturales de todo el mundo. Ha vencido a la izquierda política y cultural, pero también a un modelo de derecha conservadora. Por mucho que se pueda discrepar de él, al menos habrá que reconocerle un respeto intelectual, ese que nunca le han tenido sus adversarios.
Descartemos de entrada la caricatura que la izquierda ha hecho de él. No creo que Trump sea un fascista, ni un peligro para la humanidad, ni un racista, ni una marioneta de Putin. Todos los presidentes republicanos —como en España todos los líderes de la derecha— han sido tildados de fascistas en algún momento. Es el mantra habitual de la izquierda: quien no comulga con sus dogmas, inmediatamente se convierte en un peligro para la democracia. Trump ha pulverizado esa propaganda.
Tampoco creo que sea idiota. Su victoria de esta semana así lo demuestra. Ya le debíamos los acuerdos de Abraham para pacificar Oriente Medio o su impulso a la investigación de las vacunas durante la covid. Su programa Warp Speed fue determinante para EE. UU. fuera pionero en la vacunación masiva de su población. Biden se apuntó el tanto, pero el mérito era de Trump.
Trump no es un monstruo ni un demonio. Es un pragmático con enorme olfato político que, a diferencia de sus rivales demócratas, ha sabido conectar con las inquietudes de buena parte de la sociedad americana. Pero también es alguien que desprecia algunos principios elementales de la convivencia ciudadana, por eso no me representa.
No me representa un político que, si no ha alentado el asalto al Parlamento de su país, al menos se ha negado a condenarlo. Puedo coincidir con muchas de sus posiciones políticas y admirar alguna de sus virtudes, pero no me puede representar quien recurre sin empacho a la mentira o a la demagogia más ramplona. Eso también es Trump, aunque haya ganado las elecciones. Y me inquieta que utilice esa victoria política para doblar la mano de la justicia y borrar sus causas, como vemos que sucede en España cada día. Tampoco considero que sea un representante adecuado del conservadurismo social un hombre que ha compatibilizado sus variados matrimonios con todo tipo de excursiones sexuales de pago fuera de los mismos.
La victoria de Trump interpela indudablemente al Partido Demócrata y al fracaso de su deriva identitaria de los últimos años, pero también debe servir de reflexión al conservadurismo clásico. Aprender de Trump su perspicacia para detectar las inquietudes de la sociedad y su valentía para no aceptar los dogmas de lo políticamente correcto, no puede significar dar por buenos sus excesos populistas. Y en España particularmente también deberíamos reflexionar sobre lo difícil que resulta vencer a un demagogo, sin respeto por la institucionalidad democrática y que ha hecho de la polarización su principal activo electoral.