Las chicas de Ábalos
Los jefes de Jessica no quisieron saber nada de sus andanzas, pero el de Ábalos, que es Sánchez, tampoco
Las relaciones de Ábalos se sustentaban, en apariencia, en el intercambio de dinero por servicios, lo que dista mucho del idílico mundo del amor al que apelaba para justificarse y deja en mal lugar, provisionalmente al menos, su compromiso con la abolición de la prostitución. Muy en la línea cínica de esa izquierda falsamente puritana que adoctrina al resto con el sexo, los salarios, las creencias, la igualdad o la vivienda y luego es sorprendida con los pantalones bajados, en una marisquería o de barbacoa en un casoplón.
De cómo pudo financiarse el susodicho ese tren de vida da pistas su procesamiento y el de su amigo Koldo: es legítimo unir los puntos para encontrar una relación de causa-efecto entre las adjudicaciones de unos cuantos contratos públicos y las comisiones derivadas de la gestión, aunque habrá que demostrarlo para que la lógica mundana encuentre acomodo en el Código Penal.
Lo que ya es una evidencia es que el amigo José Luis añadía a los emolumentos ordinarios la colocación en una empresa pública que, al menos en el caso de una de las tres damas de su círculo amatorio, no comportó presencia física en el puesto de trabajo. Es decir, a Jessica le llegó con dar su DNI y su número de la Seguridad Social para encontrar ese destino laboral que a tantos se les niega en esa España con tanto paro juvenil, femenino y total.
El absentismo, que según el abogado de David Sánchez no es delito, suele provocar despidos. Y deja huella ostentosa desde el primer momento: basta con ver una silla vacía perenne para que alguien con algo de mando en plaza se pregunte por el misterioso abandono, encuentre una respuesta en poco tiempo y proceda disciplinariamente como se haría en cualquier empresa.
Los enchufes de Ábalos, en fin, le retratan a él. Pero también hacen una radiografía de la Administración española, que es un tumor con metástasis resumido en Jessica, pero no acabado con ella: hay miles así, colocados a dedo sin una función clara, inútiles e innecesarios, deudores de cuotas políticas, sindicales, familiares o afectivas: no hacen falta, pero su gremio les cuida a costa de destrozar a impuestos a quienes operan en la economía productiva, donde cada euro de ingreso cuesta sudor y cada diez de gasto, lágrimas.
Los enchufes no son solo una ofensa ética y estética, también son una agresión del poder al ciudadano, que paga banquetes que no disfruta mientras pelea por llevar un trozo de pan a casa. Y nunca se perpetran a escondidas, sin dejar rastro, utilizando sibilinos procedimientos, no: a Jessica la vieron sus jefes y nadie hizo nada. Y a Ábalos le tenían cerca los suyos, que son el presidente del Gobierno y todo su equipo, y tampoco actuaron.
Frente al relato de que el PSOE tomó medidas nada más trascender los hechos, queda la realidad fáctica: a Ábalos le sacaron del Consejo de Ministros sin dar ninguna explicación, para taparse el trasero propio, y le renovaron como diputado por Valencia, para mantener salario y aforamiento.
Todos han mirado para otro lado porque, más allá del exceso escénico de Ábalos, su modus operandi no es muy distinto al de tantos otros: unos colocaban a la chati, pero otros a la esposa o al hermano, anulándose el reproche recíproco y entonando el ínclito lema del «pelillos a la mar».
Si ésta no es la mejor explicación, sería espléndido que todos se reunieran con un autónomo, un comerciante o un mileurista y les dieran otra alternativa. Por su propia seguridad, eso sí, a una distancia prudencial del pilón del pueblo.