Memoria histérica
Sánchez quiere convertir ahora la Puerta del Sol en un santuario franquista para proceder a exorcizarlo
La memoria es siempre un asunto personal, delicado y subjetivo, construido sobre el recuerdo individual y la emoción. La historia es, por contra, una disciplina científica, un relato con aspiraciones objetivas construido por con documentos y hechos, aunque la ideología a veces la pervierte.
Mezclar ambas y legislar al respecto es ya de entrada un absurdo, obviamente intencionado, destinado en exclusiva a imponer una verdad a partir del prejuicio o el interés de parte: no existe la «memoria histórica», pues, salvo en los atolondrados sectarios que pretenden reescribir la historia para adaptarla a un interés político del presente, bien desde la sobreactuación, bien desde el silencio, con la Guerra Civil y el terrorismo de ETA como grandes ejemplos de ambos registros.
Pero a ella apela ahora el Gobierno de España para tratar de identificar la Real Casa de Correos de Madrid, en la Puerta del Sol, con la represión franquista y, desde ahí, a su inquilina provisional, Isabel Díaz Ayuso, con el propio Franco, recalificando el edificio para que destaque en él su condición pasajera de sede de la temida Dirección General de Seguridad del Régimen, tétrico nombre cuya sola mención recuerda una leyenda negra bien cierta.
Pedro Sánchez ha planteado un recurso de inconstitucionalidad contra la ley autonómica que impide ese burdo intento sin en el permiso del Consejo de Gobierno madrileño, que a buen seguro prosperará con la infatigable ayuda sumisa de Cándido Conde-Pumpido, el presidente del Tribunal Constitucional designado para ejercer de abogado defensor del líder socialista en todos los líos que le acorralan, que no son pocos ni menores.
Pero más allá del desenlace final del pulso, sobre el que no parece haber demasiadas dudas repasando el currículo del obediente Pumpido ni el concepto de Justicia de Sánchez, resumido en un único artículo según el cual todo es legal o ilegal en función de sus necesidades; queda la sensación de que las garantías inherentes a un Estado de derecho han desaparecido ya por completo, pisoteadas por la bota frívola de un presidente sin límites.
El mismo tipo que consiente flagrantes ilegalidades en Cataluña, como la inaplicación dolosa de las sentencias que obligan a respetar la enseñanza en español en las escuelas públicas; convierte en objetivo preferente la estigmatización de la Puerta del Sol como santuario franquista y se echa a la espalda la imperiosa necesidad de exorcizarlo.
Y el mismo que regala palacetes en París al PNV, leyes de liberación de etarras a Bildu y paraísos fiscales en Autonomías capaces de tratar de gorrones al resto de españoles; ataca con todo a una región abierta y acogedora que siempre ha pensado que lo suyo es de todos.
El contraste entre el maltrato a las regiones más solidarias con el resto y más definitorias de una idea de España encomiable y la sumisión ante las que más trabajan por enterrar la igualdad y consagrar el privilegio, es ya digna de un nuevo Motín de Esquilache.
Que Sánchez odie a Ayuso y se arrodille ante Puigdemont no solo es de frenopático de urgencias: también es la prueba de un crimen en marcha contra la mitad de España, ese incordio que se resiste a la imposición de una historia de parte en la que Sánchez es un héroe y todos los que no le aplauden, unos bárbaros insurgentes.
Se merece un 2 de mayo de protestas, y ya están tardando madrileños en particular y españoles en general en entender que, 217 años después, un francés de Pozuelo ha vuelto a invadirnos.