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Editorial

Respeto al Rey

Ni Sánchez ni nadie tiene derecho a comprometer a una institución de todos caracterizada por su escrupuloso funcionamiento y su espléndida imagen

Actualizada 01:30

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo acuden este martes a La Zarzuela, en la litúrgica ronda de contactos que el Rey debe mantener con los representantes de las distintas fuerzas políticas para, a continuación, remitirle a la Presidencia del Congreso el nombre del aspirante mejor colocado para conformar Gobierno.

La Constitución confiere a esta misión un valor casi protocolario, al entender que Su Majestad se limita a convertir su decisión en una simple traducción formal de lo que los ciudadanos han decidido previamente en las urnas.

Y Don Felipe siempre ha gestionado ese trámite constitucional con impecable diligencia, incluso en tiempos políticos tan convulsos como los que le ha tocado vivir desde el comienzo de su reinado, casi siempre con el mismo protagonista, Pedro Sánchez.

Al líder socialista hay que imputarle su insaciable deseo de señalarse a sí mismo como candidato a presidente desde el principio de su carrera: lo hizo tras una derrota electoral que dio paso a un bloqueo lamentable y a un pacto insuficiente con Ciudadanos; lo hizo con una moción de censura tan legal como espuria y lo quiere hacer, de nuevo, forzándole al Jefe del Estado a escogerle a él pese a haber perdido las elecciones generales y no tener, en estos momentos, un respaldo mayor en escaños que el ganador, el aspirante del PP.

Que Feijóo tenga muy difícil su investidura no significa que la tenga fácil Sánchez, y mucho menos que los 171 diputados con que cuenta el líder socialista sean más que los 172 del popular porque le añada, sin tenerlos cerrados, los siete diputados de Junts.

La realidad es que el PSOE no puede arrogarse una inexistente «mayoría de progreso» sin faltar a la verdad cualitativa y cuantitativamente: ni es «progreso» depender de partidos separatistas de muy distinto color ideológico ni es correcto incluir en esa caótica alianza a una formación, la de Puigdemont, que se excluye públicamente de ella y solo se muestra dispuesto a respaldarla si a cambio le conceden prebendas claramente inconstitucionales.

Es Sánchez, pues, quien una vez más somete a presiones inadmisibles a las instituciones, colocándolas en dilemas innecesarios fruto de su cada vez más clara deriva autocrática, en lugar de ayudándolas a desempeñar su función desde el respeto que merecen y la confianza en sus atribuciones.

Felipe VI, una vez más, sabrá gestionar con altura la situación y tomar las medidas oportunas para hacer lo correcto, desde el escrupuloso respeto a sus funciones constitucionales y su profundo conocimiento de la realidad social de España, demostrado en incontables ocasiones.

No debería serle difícil a nadie asumir que el primer designado fuera el ganador de los comicios y que, si no logra su objetivo, se corra turno para que lo intente otro, exhibiendo sus apoyos formales y explicando la naturaleza completa de sus acuerdos. Pero en la España de Sánchez lo sensato nunca está garantizado, y esta absurda polémica es otra triste prueba de ello.

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