La hoz y el martillo
Nada tiene que ver la Yoli de Fene, allá en Ferrol, con el tren de vida y la indumentaria de la Yoli trasladada a la política nacional, ni tiene que ver el pisito de Vallecas, que Pablo Iglesias no iba a abandonar nunca, con el casoplón de Galapagar
Recibo una fotografía de Yolanda Díaz, de la Yoli nueva, la de Madrid, no la de Galicia. Posa con indisimulado gusto. Impecable, de cuerpo entero, con un vestido de cuero oscuro, acaso negro, abotonado de arriba abajo, con ancho cinturón del mismo color. Los brazos abiertos y las manos posadas en lo que parece una pared de color rojo intenso. Su figura, con rostro sonriente, aparece ante un enorme símbolo comunista. Una hoz y un martillo dorados. Sobre las dos herramientas una estrella dorada de cinco puntas y bajo ellas las iniciales: PCE. El símbolo comunista de la foto fue desmentido. Pero de ser un montaje tiene la credibilidad de la militancia del personaje.
La fotografía lleva un mensaje: «La soltaría yo en la frontera de las dos Coreas, a ver para qué lado corría». Nadie dude: para Seúl. Pero si se encontrase con Kim Jong-un le daría un achuchón; no va a ser menos el coreano que Puigdemont o Sánchez. Si hubiese incorporado esa supuesta imagen –o la hoz y el martillo– a la papeleta electoral de Sumar, como incluyó una imagen de su rostro emulando, ególatra, a su protector y luego traicionado Iglesias, sus votantes hubiesen reaccionado para bien o acaso para mal. Ante la duda no lo hizo.
El disfraz político, llámese ahora progresista, ha sido un asidero del comunismo tras la caída del Muro de Berlín. Y en España tras los fracasos electorales. Saben que sin disfraz no venderían ese progresismo impostado con el que se nos presentan para engañar incautos, más bien inanes. Ni Yoli ni sus camaradas pueden ir por esos mundos proclamándose comunistas salvo por países iberoamericanos tomados por la izquierda radical. Yoli pertenece al único Gobierno de la UE con comunistas.
El Parlamento Europeo, en Resolución de 19 de septiembre de 2019, condenó el comunismo –junto al nazismo– como «doctrina criminal»; votó en contra el grupo en el que se integra Podemos. La Resolución muestra preocupación por el hecho de que se sigan utilizando símbolos totalitarios en la esfera pública. En España aquella Resolución parece no existir y todavía vemos en manifestaciones banderas con la hoz y el martillo. Aún peor: la entidad pública Correos –la misma que custodió los votos ante las elecciones del 23-J– puso en circulación un sello postal con el símbolo comunista y nadie, ni la oposición de centro-derecha, levantó la voz ni recordó la Resolución del Parlamento Europeo. Pocos lo comentamos.
Y encontramos muestras públicas de orgullosos comunistas alejados de la realidad histórica. Me sorprendió, o no, que Enrique Santiago, secretario general del PCE y antiguo secretario de Estado para la Agenda 2030, tras tomar posesión como diputado dedicase un recuerdo «a la militancia comunista que peleó contra la dictadura por traer la democracia a España», para concluir: «Por la democracia, por la tolerancia y por la República». No hay día sin enseñanza. Ni los comunistas se destacaron en la lucha contra el franquismo ni los que combatieron en la guerra civil querían traer la democracia a España. Los brigadistas internacionales que reclutó Stalin a través de la Komintern, la Internacional Comunista, no vinieron para salvar la democracia. Llegaron en apoyo de sus camaradas para ayudar a crear el segundo Estado comunista en Europa. Lo contó George Orwell, un testigo y brigadista de excepción.
En media Europa conocen el paño. Tras la Segunda Guerra Mundial el sistema comunista se apropió de los países de más allá del llamado Telón de Acero, frontera política, ideológica y a veces geográfica entre la capitalista y democrática Europa Occidental y la comunista y dictatorial Europa Oriental. Los países de más allá del Telón se resignaron a ser satélites de la URSS con gobiernos títeres de Moscú. Y tardaron decenios en quitarse el yugo.
El levantamiento germano oriental de 1953, la revolución húngara de 1956 con los tanques rusos invadiendo el país y el fusilamiento del presidente reformista Imre Nagy, la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 durante la llamada «Primavera de Praga», y la formación del sindicato «Solidaridad» en Polonia, en 1980, fueron confirmando el resquebrajamiento del sistema comunista. Reagan y el Papa polaco Juan Pablo II –«Solidaridad» era un sindicato católico– fueron determinantes en el cambio en Polonia que repercutió en toda la Europa del Este. El precedente de la división entre los países de más allá del Telón fue la Yugoslavia de Tito que ya en 1948 siguió un marxismo-leninismo distinto al de Stalin. En los años sesenta el dirigente albanés Hoxha mantuvo un estalinismo sui generis cuando Kruschev denunció los crímenes de Stalin
El comunismo encubre enormes contradicciones y desigualdades. Ya ocurría, y sin disfraz, en los países comunistas durante la dictadura soviética. El pueblo se moría de hambre mientras el apparátchik del partido vivía holgadamente y los dirigentes disfrutaban de lujosas dachas. En España, muchos años después de la caída del Muro de Berlín, el disfraz no impidió esa desigualdad. Nada tiene que ver la Yoli de Fene, allá en Ferrol, con el tren de vida y la indumentaria de la Yoli trasladada a la política nacional, ni tiene que ver el pisito de Vallecas, que Pablo Iglesias no iba a abandonar nunca, con el casoplón de Galapagar. Da igual porque la famélica legión de sus seguidores no tiene en cuenta esas pequeñeces. Ellos a aplaudir y sus dirigentes a hacerse fotos sonrientes ante representaciones de la hoz y el martillo mientras viven en una riqueza que critican en otros que la ganaron con su trabajo. Una realidad mentida para consumo de ignaros.
- Juan Van-Halen es escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.