La censura del café
Los cafés eran, en efecto, los lugares donde mucha gente se informaba. Un mercado informal de información ajeno a los medios controlados por el propio Gobierno
Acaba de anunciar Elon Musk que la Comisión Europea le ha propuesto evitar procedimientos sancionadores a X (Twitter) si colaboran sigilosamente en la censura política en red, como ya han aceptado, por lo que se ve, el resto de plataformas similares. Ha sido una especie de oferta que no se puede rechazar, como en El Padrino, pero Elon, ese héroe desenfadado que evoluciona de no querer saber nada de Trump a comprender que los demócratas se han convertido en la verdadera amenaza para la vida en sociedad, ha declinado tan refinada proposición.
En su estupenda obra 'Historia y crítica de la opinión pública', Habermas nos recuerda que el Estado es el poder público. Y que debe ese atributo de «público» a su función de contribuir al bien común de todos aquellos que se encuentran asociados bajo un mismo ordenamiento jurídico, un mismo Derecho.
Esta formulación, que es la que más o menos ha estado vigente en Occidente durante siglos con algún que otro contratiempo, hoy está claramente en crisis, por no decir desmantelamiento. El malestar de la globalización, la multiplicación de centros de poder administrativo y regulatorio, la indudable fuerza de los poderes ocultos, la formidable erosión institucional de estos años como consecuencia de la irrupción de una nueva clase dirigente tan engreída como poco representativa, aunque ocupen hemiciclos, así como la encarnizada lucha por el control de la opinión pública, son solo algunos de los aspectos que fundamentan aquella afirmación, cuyas consecuencias están aún por aflorar.
Si nos centramos en la opinión pública, clave de bóveda de todo el sistema, conviene recordar que en poco tiempo hemos vivido episodios ciertamente impactantes. Cuerpos militares reconociendo que trabajan para aminorar la crítica al gobierno, múltiples iniciativas para controlar los contenidos que libremente circulan en red, malestar en los organismos supranacionales porque las redes sociales no articulen mecanismos de censura, campañas de desprestigio de jueces y magistrados, pero también censura directa de líderes y representantes políticos en esas misma redes sociales. Por no hablar del control de las noticias y resúmenes de prensa en nuestros dispositivos informáticos o el asunto de los sesgos justificados, que más que sesgos parecen censura en todo tipo de noticieros.
Estas situaciones pueden parecernos una novedad, pero no es así. La censura, incluida la preventiva, que es el marco en el que nos encontramos actualmente para, entre otras cosas, no afectar determinadas cuestiones que se consideran innegociables e indiscutibles, como la inmigración masiva, el holocausto climático o los privilegios de género, ya se utilizó a finales del siglo XVII bajo ropajes y artimañas de todo tipo.
El mismísimo John Locke se empeñó duramente contra la Licensing Act, y no para defender la libertad de expresión o prensa como bien jurídico, sino un presupuesto previo: evitar el monopolio en la industria editorial de la Stationers Company y la violación sistemática de los derechos de propiedad que la ley consentía al permitir registros en todas las propiedades bajo sospecha de tener libros y publicaciones sin licencia.
Eran tiempos en los que la prensa británica estaba además sujeta a la severa Law of Libel y a las limitaciones que imponía la propia Corona y el Parlamento. Unidas a las medidas fiscales, tuvieron como consecuencia una disminución del volumen de publicaciones e incluso la quiebra de no pocas empresas del sector. La opinión pública, el control de la actuación del gobierno, el mero debate, era tan molesto que los gobernantes estaban incluso preocupados por lo que se hablaba en los cafés, considerados entonces focos de desestabilización política. Los cafés eran, en efecto, los lugares donde mucha gente se informaba. Un mercado informal de información ajeno a los medios controlados por el propio Gobierno, como explicó H. Speier en su obra sobre la evolución histórica de la opinión pública de 1952, y que molestaba sobremanera.
«Los hombres se arrogan la libertad de censurar y difamar las acciones del Estado, y no solo en espacios públicos o privados, también en los cafés y en otros lugares los encuentras hablando mal de cosas y asuntos que no entienden y se permiten crear un estado de insatisfacción y opinión entre los fieles y súbditos de su Majestad»
Han pasado siglos y seguimos más o menos en lo mismo. Pero si la opinión pública, en sus múltiples modalidades y opciones, no es un mercado donde interaccionan libremente las ideas, propuestas, críticas y el debate, señalamiento incluido de las personas que tienen una relevancia o exposición pública, entonces no es nada, es oficialismo o pseudo-oficialismo. Sin necesidad de entrar en lineamientos jurisprudenciales, los ciudadanos debemos creer más en aquella consigna civilizatoria del «as much freedom as possible…» y no tanto en la teórica bienintencionada intervención de los principales destinatarios de la crítica, que curiosamente, siempre lo hacen por nuestro bien.
Recelemos pues de toda propuesta o intervención legislativa o estatal en el ámbito de la opinión pública, venga de donde venga. Desconfiemos de quienes pretenden hacernos ver los acontecimientos del mundo bajo su prisma o incluso de quienes desean un mundo estable porque esto es una quimera. Asumamos todo lo expuesto por J.F. Revel en 'El conocimiento inútil', es decir, la mentira como principal fuerza que mueve el mundo, también que la verdad pertenece a quienes la buscan y no dicen tenerla, como sostuvo Condorcet, y en definitiva, aceptemos también con Chateaubriand, que la política es una religión. Y precisamente por eso crea solitarios. Podremos ser solitarios, pero bien informados, o al menos curiosos en la búsqueda de la verdad entre la zarza que generan estos reyezuelos.
- Juan José Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho Administrativo en la Universidad de Granada