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TribunaJosep Maria Aguiló

El amor contenido

Cada uno de nosotros suele guardar sus propios secretos, unos secretos que no sabemos si un día desaparecerán por completo o si vivirán tal vez para siempre

Actualizada 09:15

Entre los diversos géneros cinematográficos que existen, hay uno que considero fascinante y que en el fondo nunca ha sido reconocido como tal, el de los amores contenidos.

Formarían parte de ese peculiar y en cierta forma inexplorado género películas para mí ejemplares, como La habitación verde, de François Truffaut; Lo que queda del día, de James Ivory; Tierras de penumbra, de Richard Attenborough; Sentido y sensibilidad, de Ang Lee, o El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. En ese mismo grupo se encontrarían también las dos películas de las que me gustaría hablarles en este artículo, Deseando amar, de Wong Kar-Wai, y Enamorarse, de Ulu Grosbard.

En el caso de Deseando amar, ya en el momento de su estreno en el año 2000 fue reconocida no sólo por su gran potencia visual, sino también por su intenso romanticismo. Al recordarla hoy, pienso sobre todo en sus reservados protagonistas, dos personas que no se atreven a expresar sus sentimientos en el marco de una compleja amistad amorosa, cuya historia se desarrolla en Hong Kong en 1962.

En Deseando amar se suceden poco a poco las imágenes y las secuencias evocadoras, en donde se nos muestran instantes casi oníricos compartidos por los dos protagonistas. Con los acordes de diferentes boleros interpretados por el gran Nat King Cole como telón de fondo, vemos a Chow –Tony Leung– y a Li-zhen –Maggie Cheung– paseando una y otra vez, lenta y silenciosamente, por calles casi desiertas o apenas transitadas. En algunos momentos, sus manos se rozan o se tocan tímidamente, de improviso, casi sin querer. A su vez, tienen ambos dos miradas profundamente melancólicas, dos miradas que a veces parecería que no se atreven casi a mirar.

Casi todo tiene siempre en este filme un cierto halo de misterio. Una cena. Un paseo. Una charla sobre literatura en una habitación. Unas pocas palabras dichas siempre en voz baja. Una luz suave, de noche, bajo la lluvia. Una ráfaga de viento. Un abrazo. Unas lágrimas. Una despedida. Al mismo tiempo, tenemos también la presencia del destino, que parece querer impedir un nuevo y definitivo reencuentro de los dos protagonistas, o la presencia final de un árbol ancestral, como posible testigo último de los secretos de ese gran y silencioso amor contenido.

La maravillosa película de Kar-Wai nos hace creer que cada lugar guarda siempre, de algún modo, la memoria próxima o lejana de una historia secreta, de una historia personal que normalmente solemos desconocer. Cada lugar nos dice siempre, de alguna manera, que en algún momento hubo tal vez allí dos personas que alguna vez quizás se amaron. Del mismo modo, paralelamente, cada uno de nosotros suele guardar también siempre en su interior sus propios secretos, unos secretos que no sabemos si un día desaparecerán por completo o si, en cambio, vivirán tal vez para siempre, aunque sea en otro tiempo, en otra dimensión o en otro lugar.

Los secretos vinculados al corazón están también muy presentes en Enamorarse, una película que podemos considerar ya hoy como clásica y que cuenta, además, con un final realmente bellísimo.

Los dos personajes principales de Enamorarse, Frank –Robert de Niro– y Molly –Meryl Streep–, se conocerán casualmente en la Librería Rizzoli de Nueva York, unas horas antes del día de Navidad, y allí se reencontrarán, de nuevo por casualidad, justo un año después. Entre ambos momentos, los dos vivirán una hermosa historia de amor, tan bella como contenida, marcada por numerosos obstáculos y algunos miedos y temores; tantos, que a veces parecerá que no podrán llegar a ser superados, aunque la maravillosa banda sonora de Dave Grusin nos irá dando siempre pistas fiables en ese sentido.

Esta película plantea además, como sin querer, algunas cuestiones muy interesantes, como la importancia del azar en nuestras vidas, que pueden tal vez cambiar por completo sólo por el hecho de haber entrado o no en una tienda y haber iniciado una conversación con una persona desconocida que, sin saber muy bien por qué, ha llamado muy especialmente nuestra atención.

A partir de ese hipotético primer encuentro casual, deberemos valorar si queremos seguir en contacto de algún modo con esa persona o si, en cambio, consideramos oportuno no verla más. Esa decisión última tendrá que ver con nuestras propias circunstancias personales y con nuestra manera de ser, que tal vez, en cierta forma, sean también fruto o dependan igualmente del azar.

En el caso concreto del amor que surgirá entre Frank y Molly, irá naciendo poco a poco, lentamente, en un primer momento gracias a que ambos coincidirán casi a diario en el mismo tren y luego gracias a sus paseos y a sus charlas tranquilas por diversos enclaves urbanos. Será un amor marcado sin duda por las dudas y por la culpabilidad, por sus avances y por sus retrocesos, pues cuando los dos se conocen están aún casados con otras personas.

Cada gesto compartido por Frank y Molly, por sencillo o poco relevante que quizás pueda parecer, tendrá siempre un significado muy profundo y especial. Así ocurrirá cuando veamos una mirada, una sonrisa, un abrazo o un beso entre ellos, o cuando observemos el suave y respetuoso tono de voz con el que se hablarán siempre o el modo en el que ambos se cogerán tiernamente las manos en cada uno de sus encuentros amorosos.

Este precioso filme fue rodado en 1984, cuando la pareja protagonista tenía en torno a los cuarenta años de edad. Hoy, casi cuatro décadas después, me pregunto qué habrá sido de Frank y de Molly, si seguirán aún juntos, y si es así, si continuarán tan enamorados como entonces. Yo creo que la respuesta en ambos casos sería afirmativa. Incluso es posible que cada 24 de diciembre visiten la Librería Rizzoli, el lugar donde nació y resurgió luego su amor, un amor contenido, un amor de verdad.

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