Cuando fui 'cowboy'
Gracias a 'westerns' como 'Duelo en Diablo' o como 'La noche de los gigantes', algo cambió para siempre en mi manera de ver las películas del Oeste
Con apenas seis o siete añitos de edad, fui cowboy, sheriff, dueño de un saloon con casino, indio arapahoe, pistolero de buen corazón, ranchero, buscador de oro, oficial del Séptimo de Caballería, senador por Massachusetts, trampero, propietario de una tienda de ultramarinos, jugador de cartas en un vapor de ruedas del Mississippi, conductor de diligencias, aventurero, gobernador de Arkansas, impresor de un diario local de Colorado, predicador baptista y colono de origen español.
Ese prodigio laboral a tan temprana edad fue posible, esencialmente, gracias a mi prolífica imaginación infantil y a la innegable influencia de grandes series como Bonanza, La ley del revólver, El Virginiano o El Gran Chaparral, o a los geniales westerns de maestros como John Ford, Howard Hawks o Anthony Mann. Junto a ellos, podría citar también a otros excelentes directores que hicieron asimismo brillantes incursiones en las películas del Oeste, como William A. Wellman, Raoul Walsh, Robert Aldrich, George Stevens, Nicholas Ray, John Sturges, Budd Boetticher, Delmer Daves, Gordon Douglas, Sergio Leone, Sam Peckinpah, Henry Hathaway, Sydney Pollack o Clint Eastwood.
En ese hoy irrepetible listado podríamos incluir aún varios nombres más, pues han sido muchos los realizadores que a lo largo de su carrera rodaron como mínimo algún memorable o legendario western. Ese sería el caso de Ralph Nelson con Duelo en Diablo (1966) y de Robert Mulligan con La noche de los gigantes (1968), dos películas que en su momento vi casi simultáneamente y que me impactaron de manera muy profunda. Baste decirles que tras verlas dejé mi trabajo como maquinista de la Union Pacific y me convertí en explorador del Ejército norteamericano.
Con el tiempo, ambas películas se acabarían convirtiendo, además, en dos pequeños clásicos del género, en parte por sus muchas virtudes y en parte también porque conseguían enganchar por completo a los espectadores desde sus primeros fotogramas.
El inicio de Duelo en Diablo es ya de por sí muy poderoso, en especial cuando empiezan a aparecer los títulos de crédito. Así, vemos justo entonces un impresionante zoom de retroceso aéreo que nos muestra a dos de los protagonistas del filme huyendo a caballo por las espectaculares montañas del estado de Utah, mientras de fondo escuchamos los primeros acordes de la extraordinaria banda sonora de Neal Hefti.
El tema musical central de la película, muy hermoso y triste al mismo tiempo, parece avanzarnos ya a su manera que acabaremos siendo testigos de una terrible historia de enfrentamientos, odios y supervivencia, como así será realmente. En Duelo en Diablo yo «desempeñaba» por vez primera tres papeles distintos al mismo tiempo, pues era el explorador Jess Remsberg (James Garner), el jugador Toller (Sidney Poitier) y el teniente Scotty McAllister (Bill Travers), inmersos todos ellos en una misión casi suicida. Y no les cuento ya más para no acabar haciendo aquí mismo un spoiler.
Protagonizada también por Bibi Andersson y Dennis Weaver, Duelo en Diablo es una de las primeras películas del Oeste en las que empieza a difuminarse la tradicional división que habíamos visto casi siempre entre los buenos –los colonos– y los malos –los indios–, mostrando una mayor complejidad temática y una creciente ambivalencia en el modo de actuar de los personajes principales.
Por su parte, La noche de los gigantes es también una pequeña joya a reivindicar, una reivindicación que debería hacerse extensiva a su director, Robert Mulligan, y a su productor, Alan J. Pakula, que durante años conformaron un tándem de primer nivel que ya nos había ofrecido con anterioridad una obra maestra como Matar a un ruiseñor (1962). Además, en La noche de los gigantes merecen ser elogiados igualmente el guionista, Alvin Sargent, y el director de fotografía, Charles Lang, que fueron otros dos grandes de Hollywood.
Al igual que ocurría con Duelo en Diablo, podemos afirmar que La noche de los gigantes es también fascinante desde sus mismos títulos de crédito, cuando vemos aparecer por el encuadre superior izquierdo de la pantalla a un explorador corriendo sigilosamente por una colina, mientras al mismo tiempo empezamos a escuchar el bellísimo y melancólico tema principal de la película, compuesto por Fred Karlin.
Este magnífico filme crepuscular nos cuenta una historia que nos atrapa ya desde el primer instante, cuando conocemos que un reconocido rastreador del Ejército, Sam Varner (Gregory Peck), ha decidido retirarse e irse a vivir a un rancho que ha comprado en Nuevo México. Pero antes de hacerlo ayudará de manera desinteresada, incluso poniendo en peligro su propia vida, a Sarah Carver (Eva Marie Saint) y a su hijo, que huyen del padre del pequeño, un indio especialmente sanguinario llamado Salvaje. El mejor amigo de Sam, Nick (Robert Forster), explorador de origen indio, jugará un papel muy importante en la resolución de esta historia.
Entre las muchas virtudes de La noche de los gigantes se encuentran la elegancia y la perfección técnica con que está rodada por Mulligan, la autenticidad que transmiten todos los actores –¡cuánta tristeza y melancolía hay en la mirada de Eva Marie Saint!–, la importancia que se concede al paisaje o la tensión ascendente con que se desarrolla la intriga principal del filme.
Otros aciertos a destacar de esta obra son la sutileza con que se nos cuenta la preciosa historia de amor que poco a poco va naciendo entre Sam y Sarah o la defensa implícita que se hace del valor de la amistad. Tanto Sam como Nick, son dos seres esencialmente retraídos y solitarios, pero a la vez también empáticos y compasivos. Lo puedo corroborar porque yo «asumía» ambos roles de forma alternativa. Además, el personaje que interpreta Gregory Peck en La noche de los gigantes nos recuerda mucho a su Atticus Finch de Matar a un ruiseñor, porque es íntegro y vulnerable al mismo tiempo, porque cree en unos valores y porque llega a poner en riesgo su vida para defenderlos.
Gracias a westerns como Duelo en Diablo o como La noche de los gigantes, algo cambió para siempre en mi manera de ver las películas del Oeste. Es cierto que antes de descubrir esos filmes era ya consciente de la importancia de la honestidad, el comportamiento ético, la lealtad o el respeto a la ley, pero a partir de entonces aprendí también que la pérdida, el dolor, la soledad, la injusticia o el sufrimiento no están vinculados nunca a una nacionalidad específica o al color concreto de una piel. Todo esto lo aprendí entonces. Hace ya mucho, mucho tiempo. En el viejo y lejano Oeste. Cuando fui cowboy.
- Josep María Aguiló es periodista