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TribunaJosep Maria Aguiló

Volver a ser un niño

Si en la carta a los Reyes Magos que escribiré dentro de unos días pudiera pedir sólo un único deseo, un único regalo, seguramente pediría poder volver a ser un niño. Otra vez

Actualizada 01:30

En estos últimos años, la llegada de la Navidad suele provocar en muchos de nosotros sensaciones encontradas, pero no porque no nos gusten estas entrañables fiestas o porque regresen a nuestra memoria viejos y hermosos recuerdos de momentos que ya no volverán, sino porque los mensajes que recibimos cada mes de diciembre suelen ser a menudo contrapuestos, por lo que al final no sabemos muy bien cómo interpretarlos.

En situaciones económicas no especialmente favorables, como por ejemplo la que estamos viviendo ahora o como otras que ya vivimos anteriormente, se nos suele decir que la Navidad supone una buena ocasión para intentar reactivar la economía, en especial gracias al presumible incremento de las ventas en casi todos los comercios y a las repercusiones positivas que este hecho puede tener sobre todos nosotros.

Convencidos de la bondad de estos argumentos, nos preparamos entonces para salir a la calle debidamente equipados con nuestro muy completo kit de compras navideñas, compuesto por varias tarjetas de crédito, una muy detallada lista con todos los regalos que tenemos que comprar y una adecuada provisión de analgésicos y de complejos vitamínicos, que empezaremos a tomar cuando empiecen a flaquearnos las fuerzas después de seis o siete horas seguidas de ir de aquí para allá sin un rumbo demasiado definido de forma ininterrumpida.

Aun así, justo antes de salir de casa, es inevitable que nos acordemos de todos los consejos y de todos los artículos que pudimos escuchar o leer estos días, en los que se nos advertía de que muchos de nosotros acabaremos convirtiéndonos en un plis plas en unos irrefrenables compradores y consumistas compulsivos, siendo merecedores, por tanto, de los mayores castigos y escarmientos. O casi.

Esta situación tan compleja nos obligará, queramos o no, a enfrentarnos a unos dilemas éticos y morales de unas dimensiones casi épicas, al intentar decidir si, por ejemplo, debemos comprar o no aquel perfume que dicen que enamora o ese jersey que afirman que da abrigo. Todo ello, sabiendo además que, tomemos la decisión que tomemos, seremos duramente tratados, bien por los economistas o bien por los censores, que no tienen por qué ser necesariamente todos del nuevo Gobierno.

Aún sobrecogidos por tanta responsabilidad filosófica sobrevenida, es probable que nuestros amigos de toda la vida aprovechen la ocasión para tal vez sumirnos un poco más en la duda –inicialmente iba a escribir «para tal vez hundirnos un poco más en la miseria»–, al elogiar, con nostalgia, el sentido y el espíritu de las Navidades de antes, un sentido y un espíritu que, según ellos, seguramente nosotros ya no compartimos.

Es posible que nuestros amigos de toda la vida tengan aquí algo de razón, pero a veces pienso que tampoco es descartable que nuestros padres y nuestros abuelos también sintieran en su juventud que la Navidad ya no era lo que había sido en tiempos de sus bisabuelos y de sus tatarabuelos, y que estos, a su vez, pensasen lo mismo con respecto a las Navidades vividas por sus antepasados, y así sucesivamente.

Incluso si nos remontásemos ahora a la primera Navidad, tendríamos que reconocer que las circunstancias sociales, políticas y económicas de aquella época en Belén no eran especialmente idóneas para esta primera celebración, como pudieron comprobar personalmente José y María, y por supuesto también luego su hijo recién nacido, el buen Jesús.

Veintiún siglos después, otro elemento a tener hoy también muy en cuenta es que nuestras valoraciones acerca de la Navidad, positivas o negativas, suelen estar indisolublemente ligadas a nuestras propias vivencias infantiles. Así, estoy seguro de que muchos de ustedes aún recuerdan que, décadas atrás, muchos niños de entonces experimentábamos a un tiempo una extraña mezcla de dicha y de melancolía al ir acercándose poco a poco las ansiadas y anheladas Navidades.

Paralelamente, nuestros días preferidos eran aquellos previos a las propias fiestas, es decir, los que abarcaban desde finales de noviembre hasta justo antes del día de Nochebuena, tal vez porque durante esa franja temporal ya se percibía en las calles una alegría diferente y también porque esas jornadas precedían a unos días que esperábamos siempre con una gran esperanza e ilusión.

La esperanza y la ilusión de nuestros padres cuando nosotros aún éramos niños solía ser algo distinta, pues normalmente solía extinguirse en parte en la mañana del 22 de diciembre, sobre todo después de haber comprobado que, un año más, no les había tocado ni siquiera el reintegro en el Sorteo de Navidad.

Luego, a partir del 24 de diciembre, los días empezaban a sucederse ya con una gran celeridad y rapidez, o eso nos parecía a nosotros. Así que sin apenas darnos cuenta, ya volvíamos a estar de nuevo en clase el 8 de enero, comentando cómo se habían comportado los Reyes Magos con nosotros, o nosotros con ellos. Al final, sólo nos solía quedar una ambivalente sensación de nostalgia y de nuevo de melancolía.

Ahora, muchos años después, cuando alguien intenta convencernos de que no gastemos tanto durante estos días o de que dejemos de mirar con tanta añoranza el pasado, suele recriminarnos, más o menos cariñosamente, que todavía hoy nos comportamos como si aún fuéramos unos chiquillos y que seguimos teniendo un carácter un poco infantil. A continuación, esa misma persona suele recomendarnos que intentemos madurar poco a poco de manera definitiva.

Y aunque sabemos que quien nos habla así desea ayudarnos, y que, en el fondo, posiblemente tenga razón, lo único que querríamos a veces sería poder volver, de algún modo, a los lejanos días de la infancia, para que alguien nos abrazase, o nos protegiese, o nos dijese que no tuviéramos miedo y que todo iba a salir bien.

Tal vez por ello, si en la carta a los Reyes Magos que escribiré dentro de unos días pudiera pedir sólo un único deseo, un único regalo, seguramente pediría poder volver a ser un niño. Otra vez. Sólo una vez más. Y, a ser posible, no únicamente en Navidad.

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