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TribunaJosep Maria Aguiló

Los gorriones

Pensé en cuándo habrían empezado a salir –a volar juntos, en su caso– y si conocían sólo los cielos de la capital balear o también los cielos de otras ciudades

Actualizada 01:30

A veces, un escritor nos gana ya para siempre como lectores no sólo por la calidad o por el valor de sus obras, sino también por pequeños detalles, como puedan ser el título que ha dado a un libro suyo o el contenido exacto de una dedicatoria concreta. Así me ocurrió a mí, por ejemplo, con el gran poeta Gustavo Adolfo Bécquer hace ya algunos años, cuando conocí una anécdota fascinante relacionada con uno de sus textos más conocidos.

Como seguramente muchos de ustedes ya sabrán, en 1868 Bécquer recibió un regalo muy especial de uno de sus mejores amigos, un tomo de contabilidad comercial de seiscientas páginas, para que fuera escribiendo en él todas sus obras literarias. Y en ese volumen, puesto a la venta en principio sólo para anotar sumas y restas, asientos y balances, pérdidas y ganancias, volvería a escribir este admirado autor romántico la mayor parte de sus hermosas y conocidas rimas, que se habían perdido al haber desaparecido previamente un primer manuscrito que él mismo había redactado.

Ese grueso tomo de contabilidad comercial pasaría a formar parte de la historia de nuestra literatura con el misterioso título de Libro de los gorriones, que fue anotado por el propio poeta en la portada del citado volumen, al igual que su curioso subtítulo: «Colección de proyectos, argumentos, ideas y planes de cosas diferentes, que se concluirán o no según sople el viento». Bécquer no llegó a explicar nunca por qué eligió aquel delicado y precioso título para su libro, pero, tal vez, quizás influyó en su decisión el hecho de que los gorriones sean unos pájaros que siempre nos acaban alegrando con su canto dulce, por muy tristes o melancólicos que podamos encontrarnos en un momento determinado.

Recuerdo que otro gran poeta español, José Jiménez Lozano, que vivió a caballo entre el siglo XX y las dos primeras décadas del siglo XXI, publicó hace unos años un libro maravilloso, Elegías menores, en el que aparecía, precisamente, un poema dedicado a aquellas entrañables aves. Su título era 'Gorrioncillo', por lo que ya desde ese mismo epígrafe Jiménez Lozano nos mostraba el afecto que sentía por los gorriones, sobre todo por los gorrioncillos urbanos, siempre humildes, discretos, solidarios y cercanos.

Hace unos días, volví a pensar en ambos escritores con nostalgia y afecto, al ver a dos gorriones posarse al mismo tiempo en una de las ramas de un platanero ubicado en la calle Reyes Católicos de Palma, la ciudad en donde nací y vivo. Ambos gorriones sólo estuvieron unos pocos segundos sobre esa rama y enseguida se marcharon, no sé si para seguir volando o para detenerse unos segundos después en otro árbol, quizás algo más acogedor o situado tal vez en una barriada algo más acomodada, es decir, más arbolada, de mi querida ciudad.

Mientras los dos gorriones aún estaban descansando sobre la rama del platanero, pensé en si a lo mejor serían pareja, es decir, dos tortolitos que en realidad eran dos gorriones, o viceversa. En caso de ser así, pensé también en cuándo habrían empezado a salir –a volar juntos, en su caso– y si conocían sólo los cielos de la capital balear o también los cielos de otras ciudades.

Otra posibilidad podía ser que fueran dos gorriones que no se conocían hasta ese momento y que únicamente coincidieran en aquella rama durante unos segundos. Así que tal vez no volvieron a verse luego ya nunca más, o, por el contrario, quizás decidieron empezar a hacerse compañía mutuamente, por lo que a lo mejor así siguen ahora todavía, surcando los cielos, uno al lado del otro, inseparables ya.

La verdad es que no sabría decir tampoco si, como otra posible opción, estos dos gorriones decidieron posarse en esa rama sólo para descansar o si en realidad estaban buscando un lugar adecuado para poder hacer un nido. De ser así, supongo que descartaron de inmediato ese platanero, pues sus ramas están completamente desnudas desde hace ya varios meses y cuando hace viento todo en él parece siempre que tiembla, como si por unos segundos dejase de ser el árbol sólido y firme que en realidad es.

La única certeza que me quedó tras haber hecho todas estas reflexiones filosóficas y metafísicas previas fue pensar que si los seres humanos sabemos mirar, podemos ver cosas inesperadas y hermosas casi en cualquier momento o en cualquier posible rincón, incluso en una rama desnuda de un platanero otoñal en el mes de noviembre.

Curiosamente, mis anécdotas más recientes vinculadas a las avecillas no han acabado por el momento todavía ahí, pues desde hace unas noches estoy escuchando el canto de un pájaro solitario cerca de casa, aunque en este caso aún no sé si es un gorrión, o tal vez un jilguero o un mirlo. Hasta ahora, yo creía que los pájaros no cantaban nunca de noche, sólo de día, pero a lo mejor, no sé, puede que no siempre sea así. Tampoco sé si mi melódico acompañante nocturno actual canta porque está alegre, porque está triste, porque no puede dormir, porque está enamorado o porque ama Palma, aunque de momento yo me inclino, no sé muy bien por qué, por esta última opción.

Son muchas incógnitas, lo sé. Pero al menos me quedan dos pequeños convencimientos ante todas esas incertidumbres. El primero es que a mí también me encantan los gorriones, como a Bécquer y a Jiménez Lozano. Y el segundo es que yo también amo mi ciudad, aunque no cante nunca o no lo haga demasiado bien, a diferencia de ese misterioso y secreto pájaro solitario.

  • Josep María Aguiló es periodista
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