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Patxi Bronchalo

Destruir la familia es destruir la sociedad

La destrucción de la familia interesa a muchos poderosos, que aparentan ser salvadores de la humanidad y ocupar el lugar de Dios

Actualizada 13:10

¿Saben ustedes por qué la destrucción de la familia termina siendo la destrucción de la sociedad? Este un proceso en el que estamos inmersos desde hace décadas y que trae consecuencias más graves de las que muchos piensan. No hay que ser ilusos, ni buenistas. Se lo cuento brevemente, siguiendo y explicando lo dicho por el sociólogo estadounidense Carle C. Zimmerman.

La Historia enseña que toda civilización fuerte y sana tiene en la base toda una estructura de familias que se hacen depositarias de una fe y de unos valores que reciben de sus mayores y que pasan a sus niños y jóvenes. Estas son las que podríamos llamar familias depositarias, para las cuales lo más importante es la transmisión de la fe.

Sucede que con el progreso material las sociedades se van acomodando y los progresos morales y espirituales que vienen de la fe y valores, transmitidos hasta entonces por las familias depositarias van relajándose. Se pasa entonces a lo que podemos llamar familias tradicionales, estas son aquellas que valoran la fe y los valores como parte de una tradición que va estando más muerta que viva. Las familias no tienen ya la fe como lo más importante que han recibido y transmitido sino como algo bonito y bueno que está ahí. Se quedan solo en transmitir tradiciones, pero ya no la fe que las sustenta. ¿Les suena el vacío de contenido que hay hoy en las celebraciones de Navidad o Semana Santa? ¿Y aquellos que van a la Iglesia solamente a ponerse la ceniza, a tomar el ramo o a ver salir la procesión, simplemente porque es tradición?

La cosa no termina aquí. Al acomodarse mas aún las familias pasan de ser tradicionales a ser atomistas. En esta tercera etapa, al haber recibido meras tradiciones muertas y vacías, carentes de sentido, en sus miembros surge la necesidad de dejar atrás esas enseñanzas y de crear un nuevo sistema de valores y una nueva fe en la que cada individuo es el propio «dios de su existencia». Lógicamente las consecuencias de esto son que la libertad y el derecho individual de cada uno prima sobre las obligaciones y los deberes con la propia familia para mantenerla unida, sana y fuerte. Ya no se transmite nada, simplemente cada uno vive como quiere para tener bienestar individual. Son como átomos. Desaparece lo que llaman «familia tradicional» y se abre el camino a decir que a cualquier modelo de convivencia humana hay que llamarlo familia, siendo un fascista el que no piensa así. La tradición ya no importa, la fe mucho menos, y las personas se hacen egoístas, más escépticas, van estando cada vez más dañadas y se van quedando cada vez más solas, porque la familia ya no es lugar seguro al que volver y encontrar amparo, afecto y seguridad.

Entonces la familia no es ya la base fuerte de la sociedad, que sostiene las grandes civilizaciones y progresos. Aquí aparecerá el Estado presentándose como el garante de la libertad individual, tratando de ser el sustituto de las familias para proteger a las personas. Los individuos solos y llenos de traumas son fácilmente manejables por los ideólogos de los estados y aceptan más fácilmente sus consignas, aunque estas sean destructoras de la vida y la convivencia. Por eso, la destrucción de la familia interesa a muchos poderosos, que aparentan ser salvadores de la humanidad y ocupar el lugar de Dios.

Así, la destrucción de la familia va minando poco a poco a la sociedad, y la consecuencia última que puede esperarse es la caída de la civilización y el reemplazo por otras sociedades que sí sean depositarias de una fe y valores. Quizás ya no una fe y unos valores que respeten la integridad de la persona humana y la pongan a esta en el centro de todo.

San Juan Pablo II no se cansaba de repetir la llamada a Europa a ser ella misma y volver a sus raíces para salvar la civilización. Vivimos tiempos en los que, como hizo san Benito, nos toca cuidar el depósito de la fe, vivirlo y compartirlo con quien quiera escuchar, aunque a nuestro alrededor vayan creciendo la barbarie moral y la anarquía espiritual. Hagamos que nuestras familias y nuestras parroquias no sean tradicionales sino depositarias de la fe. La historia nos enseña también que Dios vence siempre, y una y otra vez permite que un pequeño resto de personas conserve y vaya adelante con el tesoro recibido de su parte. A contracorriente y sin miedo.

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