Aventuras en un sancheskiÁlvaro García de Luján Sánchez de Puerta

Navidades fachas, el Bar Correo y dos huevos fritos

«Vuelva a recordar quién es usted y de dónde proviene, y olvide por un momento la huella de carbono. Antes de que sea demasiado tarde»

Actualizada 04:30

En época navideña suelo residir en el Bar Correo. Allí, a su inigualable intemperie, al raso, recibo a viejas amistades y a mis más cercanas y entrañables ex: es decir, a ninguna.

Lo bueno de esa maravillosa esquina cordobesa es que, mientras uno espera vermú en mano la llegada del compinche, del milagro o del asesor fiscal con el que nunca se ha citado -en el Bar Correo es de mala educación, sin excusas, ser puntual-, se pueden hacer nuevos amigos, o enemigos, o incluso iniciar una tórrida historia de amor. Y es que lo mismo pasa por delante un camión de bomberos, así, despacito, respetando a una clientela de siglos, entre la multitud que abarrotamos las aceras del bar -pasen al fondo del salón-, que aparece como una maldición aquel antiguo compañero inesperado de colegio de EGB que nos robó el bocadillo de mortadela con aceituna durante todos los recreos del mundo. Será fartusco el notas. Musitamos, entre dientes.

Todo es un poco cuadro pero, en esas estaba, uno de estos mediodías, en que quedé con Manuel -antes Manolo- en el Bar Correo, cuando una cosa nos llevó a la otra. «¿Qué?» Preguntó él al vernos. «Ná». Contesté yo. Y esa fue nuestra única conversación durante un par de horas. Somos cordobeses. Y eso es difícil de explicar. Rezo porque nada cambie. Así llevamos años porque nos conocemos bien. En un momento dado, de pasada, nos acordamos de las Navidades de antes. Y fue, entonces, cuando empezamos a cortar cabezas posmodernas. Así como somos los del Correo, implacables pero sin prisas.

Y llegamos a la conclusión en que lo mejor es que usted, sí, usted lector, olvide las punteras y novedosas botellas de espumosos hechos a base de uvas con injertos de cebollino y perifollo de dos mil pavos la unidad con las que intentar deslumbrar a la vecina soltera del quinto que nunca le querrá; en que lo mejor es que usted olvide el güisqui de malta de marca japonesa que no -porque lo sabe- se puede permitir; y que haga lo mismo con los platos cuadrados elaborados a base de viandas desestructuradas. Hágame caso. No, su hijo no necesita un smartwatch. Regálele unas J´Hayber, si eso. Blancas a ser posible. Pero, antes, tómese su tiempo.

Sumérjase, en cambio, en las maravillosas voluptuosidades de sidra El Gaitero, o en lo turbio y encantador de un humilde y elegante licor Calisay, o en los rollitos de jamón york liados alrededor de un exquisito huevo hilao. Sea políticamente incorrecto y busque las reposiciones de Martes y 13 imitando a Franco Battiato o a alguna minoría explotada a la que nunca le importó serlo hasta ahora, y vuelva a sentir aquello que una vez atisbó en la delantera de Sabrina. Sí, aquella famosa cantante italiana enamorada del también delantero Butragueño. El del Madrid.

Váyase al sobre ya de madrugada, sonriente y algo beodo, y coja el catre, el jergón, la cama mueble, pensando en el Rey Baltasar y no en el gordo e insufrible anglófilo de Papá Noel. Y recuerde a aquel cuarentón Tío Cosme que olía a Varón Dandy cogiéndole de los carrillos, aguinaldo de billete de quinientas pelas en mano. Vuelva a tirar bombetas al suelo para que vuelva a brincar aquella Tía Maruja inolvidable, con bandeja de pavo trufao entre las manos. Guise una carne de clases-medias. Sin excesos. Vuelva a soñar que, una vez, usted perteneció a aquella digna extracción social, antes de que le engañaran del todo.

Pida un Ibertren a Los Reyes Magos, unas pistas para el Scalextric, un Geyperman y otra de colonia Jacq´s. El aroma de los hombres más buscados. Hágame caso por esta vez, solo esta. Olvide las campanadas de Nochevieja protagonizadas por la esposa, o pareja, o íntima amiga, o lo que diablos sea, de ese reconocido cocinero con cresta, y que va casi en bolas. No cambie de cadena para ver esas mismas campanadas presentadas por una pareja woke y nada sentimental. Olvídese de los cupos y de los géneros fluidos; de las Navidades queer. Vuelva a recordar quién es usted y de dónde proviene, y olvide por un momento la «huella de carbono». Antes de que sea demasiado tarde.

Sea como sus padres, como sus abuelos, como aquellos Tíos que vinieron de algún lugar lejano y exótico solo por Navidad. Déjese, y sé que es arriesgado, arrastrar por el malditismo; hay cosas peores. Aunque una cuadrilla de infelices le tilden de facha o casposo. Qué sabrán ellos. Sea, ahora sí, por una maldita vez, un antisistema. Porque, lejos de ser un ejercicio de nostalgia, es la supervivencia de un modo de existir.

Vuelva a tomar las riendas de su vida, insensato. No habrán muchas más oportunidades. Y déjese mecer por las sobras de un inigualable banquete navideño hecho a medida de los 80. Y rece todo lo que sepa para que después, alguien que le quiera por encima de todas las cosas, le pregunte aquello de: Niño, ¿Te has quedado con hambre? ¿Te hago dos huevos fritos?

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