No era fácil sobrevivir indemne a un viaje en autobús escolar de los ´80. Nuestra distribución en los asientos del autocar era sistemática, sin fisuras. Los malotes, sentados en la última fila de butacas, imponían sus herramientas de mando sin pestañear, incluso por encima de la jerarquía de los profesores que, sentados en los asientos delanteros, preferían no mirar hacia el fondo del vehículo de ocho ruedas por si las moscas. Los raritos, justo detrás del profesorado, temblaban rogando misericordia porque no volaran ráfagas de collejas hacia sus desconsoladas nucas. Entre ambos grupos, los normales admiraban el paisaje a través de las ventanillas disimulando pasar desapercibidos. El aroma dulzón a tabaco rubio inundaba todo el autocar. La edad del pavo en un bus escolar de Alsina, por entonces, era pura geopolítica.
Pasaron los años. Y llega, como todos los años, otro inane 28-F. Más conocido como Día de Andalucía.
Ahora -leí el otro día- un grupete nacionalista (sic) andaluz y feminista ha anunciado que presentará una proposición no de ley solicitando la devolución de una figura de un ciervo de bronce -ay los famosos cervatillos- a Córdoba víctima, según estos muchachos, del expolio de Medina Azahara por parte de España. Hay un tercer cervatillo en un museo de Doha, capital de Qatar. Imagino que estos chicos no exigen su devolución porque, quillo es que pilla muy lejos.
Aún recuerdo con ternura la traducción al «andalú» -andalûh para iniciados- del Platero y Yo de Juan Ramón Jiménez. Así, sin inmutarse, en un generoso acto para la posteridad de la cultura andaluza. ¿No son para comérselos? Mis reservas de estupor -que eran algo así como tonelada y media- han sido rebasadas de largo hasta llegar a un hilillo de comedia.
Existe por supuesto, según estos ilustres ejemplares de personas humanoides, lo que se viene a llamarse andalufobia. En cristiano, una persecución a lo andaluz y a los andaluces por no se sabe bien quiénes o qué. Que viene el bute. También he oído términos sesudos como gordofobia, transfobia o tetafobia. Bueno, este último me lo he inventado pero lo mismo cuela.
Estos lloriqueos metabolizados tan de nuestro tiempo merecen toda nuestra compasión. Por ello no estaría de más que alguien ducho en esos quehaceres proponga un crowdfunding o micromecenazgo con el que poder financiar unos cientos o miles de paquetes de pañuelos del mercadona para estos muchachos. Sean comprensivos, diablillos.
Caí en la cuenta el otro día según iba haciendo footing -inflexible, lo hago una vez a la semana- por El Tablero mientras escuchaba a Alcalá Norte por los cascos. Yo nunca quise vivir en el barrio de Queens de Nueva York, ni en el Barrio Rojo de Ámsterdam, ni en Singapur, ni en El Cairo. Quizás en Roma. Porque yo siempre quise vivir en Córdoba. Que, curiosamente, forma parte de Andalucía.
Ignoro en qué lugar del autobús se sentaba Juanma «woke» Moreno en sus viajes ochenteros de colegio con sabor a bocata de margarina. Si lo hizo sentado en la última fila donde los malotes, o quizás en las filas de los normales, o, vaya usted a saber, en la de los raritos. Mis suposiciones las tengo, claro. Y es que no me lo imagino cantando aquellas canciones escatológicas e ideológicas hoy cancelables, provenientes del fondo más rebelde y feliz de un Alsina.