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Enrique García-Máiquez

Catetos o canis

Lo interesante sería preguntarse qué puede haber detrás del cambio de nombre, de «pijo» a «cayetano»

Actualizada 01:30

En esta España que se mueve a espasmos de escándalos, el texto propuesto para la EBAU en el País Vasco ha montado el suyo. Es un pequeño panfleto contra los antaño llamados «pijos» y hogaño «cayetanos». Sin embargo, ni yo lo veo ofensivo. De hecho, aplaudo la elección.

¿Por qué? Este texto propicia el pensamiento crítico, porque es fácilmente criticable. La literatura buena desconcierta mucho más al alumno, que, en los casos más sublimes, apenas puede explicar el misterio de la belleza y tiene que conformarse con interjectar ahs, ehs y ohs. Se puede entrar perfectamente a saco.

Como yo soy zorro viejo, me malicio una cosa. En el País Vasco para el examen en español han puesto el texto a trompicones de Miguel Miranda, un autor de Zaragoza, quizá para trabajarse el subconsciente de su alumnado. Los maquetos escriben en castellano, con resentimiento y torpemente. Lo del resentimiento lo reconoce el autor para rematar su artículo: «Yo, orgulloso hijo de un albañil que nunca aspiró a ser un Cayetano gilipollas siempre les tuve repelús, fobia y hasta un poquito de asco».

Eso lo diría un zorro maleado por la política como yo, pero también con dieciocho años este artículo es un chollo para criticarlo. Y alumnos casi universitarios tienen que enfrentarse con soltura a un texto sesgado y desmontarlo. Qué va a ser de ellos, si no, en el mundo woke. El señor Miranda mira a bulto, generaliza, y da una gran importancia a la clase social. Es impensable que ningún pijo diga de los antaño catetos y hogaño canis que les dan repelús, fobia y asco, ni que generalice. Miranda no se corta. Y es evidente que usa la condición de albañil de su padre para tirar un ladrillo retórico a la cabeza de los pijos. El arquitecto y escritor Iván Vélez también es hijo de albañil, pero siempre que lo cuenta rinde un homenaje al oficio que cimenta su profesión y al trabajo bien hecho. Jamás le he visto utilizar a su padre de ariete, lo que sería faltarle, y él lo honra.

Otro flanco que deja abierto el artículo es su carácter aproximativo. Miranda tiene el acierto de dar la definición de pijo de la RAE, que es bastante fina: «Quien en su vestuario, modales, lenguaje, etc., manifiesta afectadamente gustos propios de una clase social adinerada». Pero el autor se obceca en el giro sanguíneo, de privilegio casi nobiliario y alergia al trabajo como de hidalgo del Lazarillo, que el pijo, más capitalista que estamental, no tiene. Puede que el pijo joven no trabaje, pero sus padres lo harán como chinos, para pagarle los chinos, las camisas y los relojes. Y si la pija o el pijo quiere seguir practicando, estudiará a muerte su carrera fetén.

De hecho, el pijerío o el pijismo ha sido un gran nivelador social, como Miranda casi ve cuando habla de los pobres que pijean, que son a los que más manía le tiene, como suele pasar. La Real Academia tiene razón y pijo es quien en serlo –no sé por qué– se empeña (en los dos sentidos, porque tendrá que gastar un poco más de lo sensato en moda y marcas).

Lo interesante sería preguntarse qué puede haber detrás del cambio de nombre, de «pijo» a «cayetano». En el organismo vivo del lenguaje, como en la naturaleza, nada ocurre por casualidad. Siendo «Cayetano» un nombre vinculado a la Casa de Alba y a los Álvarez de Toledo, quizá el subconsciente lingüístico colectivo esté denunciando algo mucho más serio.

Se está quebrando el ascensor social. Antes pijo era quien más o menos quería, pero, como han hundido a la clase media, cada vez hay un sesgo más genealógico, como la perspicacia juvenil y el lenguaje detectan, y Miranda, no. Él oye campanas, aunque, cegado por el repelús y la fobia, no sepa dónde. (Las campanas son de alarma.)

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