El ruiseñor de otro nido
Que un militar haga en público el canelo, me abruma. Y más aún si ha alcanzado un grado y un empleo que son consecuencias de una carrera más que estimable
Los que me conocen saben que mi admiración y gratitud por los militares son tan hondas como libres y desinteresadas. Les debo mucho. Después de quince meses de Mili de verdad, volví a la vida civil con pesadumbre. Aprendí de ellos, de los militares, la vocación del servicio, el rechazo a la codicia, el profundo sentido de la cortesía, el cumplimiento del deber, la decencia y la disciplina. Para escribir un artículo diario durante toda la vida, se necesita ante todo, una férrea disciplina militar. De ahí, que cincuenta años después de licenciarme, me siga considerando y enorgulleciendo por esa consideración, un soldado. Que un político haga el ridículo me la trae al pairo. Que un sinvergüenza psicópata ascienda desde la mentira y la traición a las cumbres del poder civil, me entristece como español, pero en nada me sorprende. Que un militar haga en público el canelo, me abruma. Y más aún si el militar que hace el canelo ha alcanzado un grado y un empleo que son consecuencias de una carrera más que estimable. Y me refiero, con pesar, al teniente coronel Manuel González Hernández, el que canta a destiempo, el ruiseñor de otro nido que muy poco tiene que ver con la milicia.
Los militares cantan con emoción sus himnos. Firmes o en posición de descanso. No se mueven mientras cantan y mantienen las caderas y los brazos sin gestos ni requiebros de cuplé. En un acto de entrega de premios, presidido por la ministra de Defensa, el teniente coronel entonó una canción que nada tiene que ver con el compromiso de su uniforme. Canta muy bien, pero esa cualidad no justifica su espectáculo. Para ello están su hogar, su familia y sus amigos.
Los militares están sujetos al cumplimiento de las Reales Ordenanzas, que se ciñen a los deberes y los derechos. Sin vestir el uniforme, don Manuel González Hernández puede cantar donde quiera, le apetezca y se lo demanden. Con el uniforme, el teniente coronel González Hernández no delinque cantando en público, pero rebaja la discreción que se espera de su rango. Es posible que se haya apercibido de su talento artístico a destiempo, y en tal caso, lo más recomendable es que se instale en otro nido que nada tenga que ver con la condición de militar, de jefe del Ejército de Tierra. En la Mili, en las horas libres previas al toque de retreta, cantábamos en la cantina canciones regionales. Los vascos añoraban, los andaluces trinaban las coplas de Rafael de León, los catalanes «La catalineta», y los castellanos «eres alta y delgada como tu madré, morená saladá». Una tontería. Pero éramos reclutas, y habíamos calentado el gaznate, después de una agotadora jornada de instrucción, con algunos cubatas. Los solistas de los coros militares cantan con la naturalidad y la medida gestual que les exige el uniforme. Porque el uniforme manda, y su estética y ética no pueden mostrarse con comportamientos discutibles.
Los militares han elegido un camino difícil, de vocación, servicio y honra. Un camino duro, tanto en tierra, como en la mar o en el aire. Sin uniforme, los militares son libres y pueden cantar hasta sardanas, que manda huevos. Pero con el uniforme en su sitio, y el sitio en un militar es vistiendo su cuerpo, las tonterías sobran. Pero todo, menos el ridículo, tiene arreglo. Si el teniente coronel insiste en sus trinos uniformado y con los distintivos de su rango en cantar canciones en actos públicos, es muy dueño de optar a dos decisiones. Seguir el duro, ejemplar y maravilloso camino de la milicia, o presentarse para representar a España en el próximo festival de la Eurovisión.
Y yo, con la mano en el corazón, le recomiendo que renuncie a los trinos y recupere la voz de mando.