Juan, fontanero; Pedro, presidente
Una pequeña historia apócrifa basada en datos reales sobre las dos únicas Españas reales existentes
Juan es fontanero en Fuenlabrada, de ésos que atiende un aviso en Madrid y sus inmediaciones, bien por llamada directa, bien de alguna empresa de seguros que tira de autónomos como él para dar servicio.
En tiempos, no hace tanto, llegó a tener dos empleados, pero la crisis, la subida de impuestos, las cotizaciones, el precio de las materias primas y del combustible le hicieron recular: ahora es él, con su furgoneta blanca de 2005, una Citroën Berlingo diésel con más aguante que un tanque ucraniano en la frontera con Rusia, quien se encarga del negocio.
En julio pagó el IVA, los autónomos, las penúltimas letras del crédito que pidió para liquidar el despido de su antigua cuadrilla, firmado con todo el dolor de su corazón y de sus riñones.
Incluso adelantó la liquidación del Impuesto de Sociedades, según el peculiar sistema de la Agencia Tributaria, que obliga a pagarlo por adelantado haciendo un cálculo en el aire sobre los resultados de un año aún sin terminar.
Juan no tendrá vacaciones, como tantos años, ni siquiera ese puente de la Virgen de agosto que en el pasado era el sucedáneo de veraneo que se permitía: para él, media tarde libre era fin de semana; un fin de semana un puente y un puente un año sabático.
Nunca se quejó, aunque últimamente sí notaba un escozor al contrastar su ritmo de vida, sus dificultades para alcanzar los mínimos de facturación, sus interminables jornadas y su insoportable esfuerzo fiscal con el de una parte de su entorno, cada vez más importante.
Pepe, policía municipal, acumulaba tantos días libres pendientes que no le daba tiempo a cogerlos todos. Ana María, profesora, disfrutaba de todos los puentes, festivos y vacaciones imaginables, que consideraba merecidos pero no dejaban de llamarle la atención. Paco, Almudena y sus dos hijos de 21 y 20 años, vecinos del cuarto, estaban en el paro, pero los veía de terrazas a diario y marcharon a finales de julio al pueblo de ella en su coche, un Suv de kilómetro cero de aspecto impecable.
Sería cosa suya, pero de un largo tiempo para acá solo veía a gente que, entre bajas, subsidios, ayudas, bonos, ñapas, convenios colectivos y demás artillería social conseguían vivir como él, o incluso mejor, sin mover una pestaña.
Ahora Juan se ha encontrado con otro problema añadido a todos los anteriores: su vieja furgoneta no puede entrar en Madrid, su principal nicho comercial. Tampoco en Toledo, Guadalajara, Alcalá de Henares, Pozuelo de Alarcón o Alcobendas, donde las zonas acotadas al tráfico de coches antiguos son cada vez mayores y, en el caso de la capital, simplemente impenetrables.
Su tartana no lo es tanto, pues aunque acumula trienios la ha cuidado, pasa todas las ITV y está impecable gracias a los cuidados de su cuñado Alfredo, con el que se intercambia servicios de mantenimiento para que a ninguno de los dos les falte de nada.
Compraría un coche nuevo, pero entre la letra del piso, los créditos personales para liquidar su diminuta empresa y los pagos mensuales a la Administración, le resulta imposible endeudarse más.
No hay exenciones ni ayudas para él, y las moratorias para cumplir con Hacienda o la Seguridad Social son pan para hoy y hambre para dentro de cinco minutos, con un recargo de hasta el 20% que se le hace insoportable.
A pesar de todo, no pierde el humor. Le hace cierta gracia sentirse señalado como responsable del cambio climático, de la contaminación de la troposfera y de las nuevas alergias que todo ello provoca, según escucha en los noticiarios más proclives a glosar apocalipsis diarios que no terminan de llegar.
De momento el mar no ha invadido Cuenca ni ha habido gran apagón ni desabastecimiento alimentario, aunque ojo con las carabelas portuguesas, dignas sucesoras de las avispas velutinas como damas del terror.
«Ya veremos», se dice a sí mismo, con el mismo ánimo que le permitió salir adelante en otras situaciones críticas, sin otra herramienta ni plan que el esfuerzo personal, la capacidad de adaptación y una extraña confianza en el destino, ese bingo de premios y castigos en el que sueña jugar tres cartones diarios.
La casualidad ha querido que coincida su miedo existencial, entre prohibiciones, pagos y pequeñas deudas, con las vacaciones del presidente en Lanzarote, adonde acudió en un flamante Falcon que, según los especialistas, consume aproximadamente en un solo trayecto lo mismo que casi 600 coches como el suyo. Entre 2018 y 2023, los vuelos presidenciales emitieron el mismo CO2 que su prohibida Berlingo en 5.000 años.
Nada que objetar, es el presidente, se dijo Juan, aunque en el aire se dejó una pregunta que aún le ronda por la cabeza. Sánchez tenía seis vuelos regulares a Canarias para llegar al Palacio, ¿pero cómo hago yo ahora para dar de comer a mi familia?