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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Alberto Fernández puede pegar, es de los nuestros

El atronador silencio de la izquierdita doméstica sobre las andanzas del compañero argentino

Actualizada 01:30

No parece existir comparación entre un beso público forzado, el de Luis Rubiales a Jenny Hermoso, y una ristra de palizas, vejaciones y acosos, los de Alberto Fernández, expresidente de Argentina, a su esposa, Fabiola Yáñez, al menos según la denuncia formal presentada por ella, con elocuentes pruebas documentales gráficas y escritas.

Incluso los más torpes de la clase coincidirán en que lo segundo es más grave que lo primero, sin que ello libere a cada comportamiento de la respuesta que merece: en el caso de Rubiales, la destitución con oprobio, por la certeza de que un tipo así, con las neuronas justas para pasar el día y la educación por debajo de la previsible en un cerdo invitado a la ópera, no puede representar a nada ni a nadie más allá de a sí mismo a duras penas.

Esa certeza no opera, sin embargo, en el cerebro enfermizo de los, las y les chicos, chicas y chiques de nuestra izquierdita doméstica, caracterizada por una máxima de estricto cumplimiento: nunca importa el qué, lo relevante es el quién.

A Irene Montero, Yolanda Díaz o Ione Belarra, entre otras hierbas del montón, no les ha merecido ni un comentario el comportamiento abyecto de su socio ideológico, que más allá de sus consecuencias penales ya puede ser enjuiciado política y humanamente.

No hay duda de la brusca relación con su pareja, como poco y sean cuales sean las intenciones de ésta más allá de las evidentes en un juzgado; como tampoco las hay de que Fernández utilizaba la Casa Rosada como un night club mientras confinaba a los argentinos en su casa por la pandemia o los veía morir por miles.

Nada de esto ha conmovido a las concienciadas partisanas a tiempo parcial, rápidas en condenar por delincuencia sexual a un hortera y fabricar a partir ahí un relato sobre el heteropatriarcado legitimador de una ley, la del «sí es sí», que solo sirvió para auxiliar a violadores y pederastas; y muy lentas en repudiar al colega de andanzas ideológicas por actitudes contrarias a la más elemental decencia.

Son las mismas que dan la matraca abyecta al género masculino occidental entero, cargándole de un pecado de origen y de la condición de sospechoso preventivo, mientras miran para otro lado con «culturas» en las que, ahí sí, el papel de la mujer con respecto al hombre es de subordinación y obediencia debida.

Y las mismas que, en nombre de una causa tan incontestable y transversal como la igualdad, han modelado una auténtica industria del género concentrada en extraer beneficios electorales y económicos sin ninguna consecuencia positiva para las mujeres: mueren las mismas de siempre, pero además viven peor que nunca, acechadas por el paro, el incremento de la violencia y la mayor sensación de inseguridad.

La moraleja es la misma que en tantos otros lances de la vida, incluyendo el terrorismo, un pecado liviano y olvidable del pasado si procede de la cuadra política correcta: Bildu es un razonable socio de progreso, aunque siga sin condenar a ETA y no renuncie a los objetivos que la impulsaron; pero la inexistente ultraderecha franquista española es un peligro al acecho que hay que aislar con cordones sanitarios.

La esposa de Fernández no merece el «hermana yo sí te creo» como las mujeres poderosas de derechas no son reconocidas como iguales ni merecedoras de ningún amparo ni mérito por formar parte del enemigo, lo que coloca el asunto en el contexto correcto: ninguna de sus soflamadas causas nace de la convicción y de los principios; todas lo hacen del interés y son por definición negociables.

Cuando Albertito, el latin lover de mercadillo, se servía del poder para someter a su esposa y formar un harén, sabía perfectamente que gozaba de impunidad y nadie, entre quienes más daño podían hacerle, iba a hacerle el más mínimo reproche. Eso es un invento de los fachas cuando los nuestros ejercen de monstruo. Y algo habrá hecho la muy zorra.

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