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El observadorFlorentino Portero

El atractivo ruso

Es perfectamente comprensible que tanto la Unión Europea como la Alianza Atlántica optaran por la ampliación, asumiendo que un nuevo tiempo comenzaba en Europa tras la implosión de la Unión Soviética que exigía incorporar a aquellos estados que libremente escogieran el camino a la democracia

Actualizada 01:30

En estos últimos días hemos asistido a campañas electorales en Moldavia y Georgia y a un referéndum en la primera. Debido a su reciente historia, uno de los temas fundamentales de estas campañas ha sido su relación con Rusia y con la Unión Europea. Tras la descomposición de la Unión Soviética y la desaparición del Pacto de Varsovia resurgieron estados independientes necesitados de encontrar su sitio en un nuevo entorno internacional. A lo largo de su historia tenían experiencia acumulada de los inconvenientes de vivir bajo la 'protección' rusa por lo que ensayaron una apertura hacia las potencias occidentales, buscando su ingreso tanto en la Unión Europea —garantía de libertad, justicia y bienestar— como en la Alianza Atlántica, en la confianza de que bajo su paraguas su soberanía sería respetada.

Las solicitudes de ingreso de estos estados dividieron a las elites atlánticas y europeístas. Para los 'realistas' su incorporación a estas organizaciones sería interpretado por las autoridades rusas como una agresión, un intento de aislarles y de privarles del ejercicio de influencia sobre su entorno implícito en la propia creación de Rusia. Por el contrario, para los 'idealistas' se trataba de desarrollar el marco institucional creado en la postguerra mundial y fundamentado en el derecho internacional. Tanto la Unión Europea como la Organización para el Tratado del Atlántico Norte eran entes jurídicos que se regían por normas acordadas democráticamente. Si un Estado soberano solicitaba su ingreso y reunía las condiciones exigidas no había razón para no tramitarlo. La posición 'idealista' se impuso fácilmente, a pesar de que cuestionaba el buen funcionamiento de ambas organizaciones. En aquellos días se valoraba más su impacto interno que el efecto que pudiera tener sobre la política rusa. Se actuó con una mentalidad funcionarial, aplicando los principios previamente establecidos y dejando de lado la lógica del poder.

Es perfectamente comprensible que tanto la Unión Europea como la Alianza Atlántica optaran por la ampliación, asumiendo que un nuevo tiempo comenzaba en Europa tras la implosión de la Unión Soviética que exigía incorporar a aquellos estados que libremente escogieran el camino a la democracia. El rechazo, su exclusión, la condena implícita al hecho de establecer una franja de estados neutrales que separara a la nueva Rusia del bloque occidental era considerada en aquellos días como injusta e inmoral. Lo que no es comprensible, lo que demuestra hasta qué punto los europeos habían perdido el sentido de la realidad, es que no se arbitrara un mecanismo disuasorio ante la previsible reacción de Moscú.

No solamente no lo hicieron, sino que cuando Rusia dividió Moldavia y Georgia o cuando ocupó la península de Crimea o el Dombás, la reacción fue ridícula. Tras años estudiando los orígenes de la II Guerra Mundial y ridiculizando a Neville Chamberlain por su gestión de la crisis de los Sudetes resulta que nuestras elites no habían aprendido nada. La guerra de Ucrania es el lamentable resultado de unas políticas insensatas que acabaron convenciendo a los dirigentes rusos de que podían aventurarse a ocupar ese país.

En Moldavia y en Georgia crece el número de los que piensan que el futuro de sus estados debe dar la espalda tanto al proceso de integración europeo como al vínculo atlántico. Son gente que vive en estados parcialmente ocupados, que están viendo todos los días como Ucrania se desangra y arruina porque no estamos dispuestos a darle el apoyo que necesita para derrotar a Rusia. Buscamos el empate, no la victoria. Los servicios de inteligencia rusos llevan tiempo comprando voluntades, haciéndose con el control de los medios de comunicación y de las redes sociales, alimentando a la población con un relato antioccidental… y, sobre todo, dejando claro que no tienen ningún futuro tratando de acercarse a Bruselas. Si se empeñaran sólo encontrarían violencia y miseria.

Se demanda desde distintas posiciones que la Unión Europea se dote de una auténtica acción exterior, a la vista de las dificultades por las que está pasando el vínculo atlántico y ante el propio desarrollo del proceso integrador. En la actualidad estamos asistiendo a la creación de una comisaria de defensa en el seno de la Comisión, con la misión de dar forma a una auténtica industria de defensa europea. Sin capacidades, sin armamento, no es posible la defensa. No me cabe duda de que la Unión debe desarrollar su dimensión internacional e industrial, pero conviene tener presente que todo eso es instrumental y que los instrumentos de nada valen si no se sabe cómo utilizarlos. Lamentablemente, nuestro problema es más grave. Hace ya tiempo que perdimos el sentido de la realidad. Tantos años de paz y de Estado de bienestar han permitido la consolidación de una mentalidad que nos sitúa cómodamente instalados en un universo paralelo. Mientras no recuperemos el sentido de la realidad acorde con el universo en el que de hecho vivimos, mientras no seamos capaces de pensar en términos estratégicos, de nada valdrá la nueva comisaria de defensa o el desarrollo institucional del ámbito de acción exterior de la Unión.

La política rusa puede ser burda, brutal, incompetente…, pero es parte de este universo. Sus vecinos lo saben y a la vista de nuestra falta de visión, de coherencia y de voluntad tratan de acomodarse lo mejor que pueden a las circunstancias que les ha tocado vivir.

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