La «operación Cataluña»
Sánchez ha permitido que los delincuentes se conviertan en jueces y sienten a España en el banquillo
Del deterioro imparable de España dan cuenta incesantes episodios de la serie de terror que rueda Pedro Sánchez desde que tuviéramos el infortunio de verle aterrizar forzosamente en la Presidencia, siempre con truco y trampas que malversan los conceptos más elementales de la democracia.
Hacer la lista a estas alturas es un ejercicio ocioso, por conocido, hasta el punto de que los niños ya pueden recitar las trapacerías sanchistas como en tiempos los reyes godos o las preposiciones: no hay barbaridad que no haya hecho Sánchez para garantizar su acceso o permanencia en el poder, con una fruición y perseverancia que puestas del lado del bien le hubieran convertido en un estadista inolvidable pero que, entregadas al mal, le convierten en un malhechor: siempre habla como Batman, pero se comporta como el Jóker.
La penúltima desfachatez es la comisión de investigación de la llamada «Operación Cataluña», impuesta por el separatismo golpista y aceptada por el sanchismo lacayo, consistente en rematar la concesión de indultos y amnistías con la criminalización de quienes persiguieron los delitos y trataron de evitar la ruptura de España.
Hemos pasado de meter en prisión a Junqueras y de hacer huir a Puigdemont a, tras exonerarles de todo castigo penal, investirles de la autoridad para dirigir el país y juzgar a quienes les juzgaron a ellos, con todas las garantías definitorias de un Estado de derecho.
Al Tribunal Supremo se le enmendó con una cacicada leguleya del Gobierno, en complicidad con un Tribunal Constitucional entregado a la causa. Al Gobierno legítimo se le desalojó con una moción de censura apoyada por los delincuentes. Y a quienes reprimieron constitucionalmente la insurgencia se les sienta ahora en un banquillo parlamentario de los acusados para transformar en un exceso su respuesta al abuso.
Pretenden ahora presentar la legítima réplica del Estado a unos rebeldes en una operación siniestra de un régimen totalitario, como si defender la Constitución fuera un exceso y saltársela, un derecho, avalando que puedan intentarlo de nuevo cuando el viento de la sumisión monclovita cese y soplen de nuevo en favor del orden y la ley: llegado ese momento, se sentirán más legitimados que nunca por la destrucción por fases que Sánchez ha perpetrado, tanto del relato constitucionalista cuanto de las herramientas para imponerlo.
En el viaje de la comisión en cuestión también se ha comprado la idea de que la Inteligencia española participó de algún modo en los atentados yihadistas de Barcelona y, además, la especie de que los fundadores de Podemos fueron objeto de juego sucio para evitar su merecido crecimiento, como si el CNI hubiera puesto bombas o sus agentes hubiesen tratado a Iglesias y compañía como a los disidentes de la Argentina de Videla.
Solo incorporar a Bildu a la redacción de la Ley de Memoria Democrática, con una pléyade de etarras liberada previamente, supera en repugnancia y amoralidad a esta concesión de Sánchez al nacionalismo, que invierte el sentido común más elemental y convierte a los verdugos en víctimas y a las víctimas en culpables.
La única «Operación Cataluña» conocida tiene dos fases: la primera fue un Golpe de Estado ilegal. Y la segunda es la legalización del delito para que Sánchez se convierta en el mayor cómplice que nunca hubieran soñado los delincuentes.